Un 3 de octubre de 1792, en Tegucigalpa, nació un hombre que con el tiempo se convertiría en mito: Francisco Morazán Quezada, el general unionista que no solo empuñó la espada, sino también la idea de una Centroamérica libre y unida.

Desde joven, Morazán fue un rebelde de la inteligencia y la voluntad. La historia lo recuerda como estratega militar de victorias memorables como la Batalla de La Trinidad, pero también como reformador que trajo consigo ideas revolucionarias: educación gratuita y laica, libertad de prensa, igualdad ante la ley y separación entre Iglesia y Estado. Su causa trascendía fronteras: no luchaba por un solo país, sino por una patria grande llamada Centroamérica.
Pero los grandes sueños suelen despertar grandes enemigos. Su ideal unionista chocó con las élites conservadoras, con quienes temían perder privilegios y poder.
Francisco Morazán fue un general que no conoció fronteras. En Honduras, su primera gran victoria nació en la Batalla de La Trinidad (1827), donde con apenas seiscientos hombres derrotó a un ejército de más de dos mil, sellando su destino como líder indiscutible del liberalismo.
Desde ese día, su espada y su nombre empezaron a ser temidos por sus enemigos y venerados por quienes soñaban con una patria más justa. Fue en esas montañas hondureñas donde comenzó a forjarse la leyenda del hombre que peleaba por una Centroamérica unida.
En El Salvador, Morazán encontró tierra fértil para su causa. Allí no solo halló refugio, sino también soldados y voluntades dispuestas a luchar contra el dominio conservador. Con sus tropas salvadoreñas derrotó en varias ocasiones a las fuerzas que buscaban someter al pueblo bajo el yugo del atraso.

Su paso por tierras cuscatlecas no fue de conquista, sino de hermandad: llegó como un aliado que encendió la esperanza en los corazones de miles de campesinos y ciudadanos que vieron en él al verdadero defensor de la libertad.
En Guatemala, Nicaragua y Costa Rica, su lucha fue más dura y sangrienta. En Guatemala enfrentó a las fuerzas de Mariano Gálvez y a las oligarquías conservadoras que se resistían al cambio. En Nicaragua, libró campañas para sostener la unión federal y sofocar levantamientos que buscaban fragmentarla.
Y en Costa Rica, su último destino, fue traicionado y derrotado, no por falta de valor, sino por la fuerza de la división interna y las intrigas políticas. Tras años de batallas y traiciones, el destino lo llevó a Costa Rica, donde fue apresado por fuerzas conservadoras que lo consideraban una amenaza.
El 15 de septiembre de 1842, irónicamente el día de la independencia, fue fusilado en San José. No murió por un delito, murió por un ideal: lo mataron porque quería unir lo que otros deseaban mantener dividido.
Sus últimas palabras fueron de grandeza: pidió clemencia para quienes lo habían seguido, mostrando que aún ante la muerte pensaba más en su pueblo que en sí mismo.
Hoy, sus restos mortales no reposan en Honduras, su tierra natal. Fueron trasladados en 1848 a El Salvador, a la Cripta de los Próceres en la Catedral Metropolitana de San Salvador, donde descansan junto a otros héroes.
El motivo: en Honduras, las divisiones políticas y los sectores conservadores de la época no aceptaban aún su legado ni estaban dispuestos a recibirlo como héroe, mientras que El Salvador lo reconoció como mártir de la libertad y la unión centroamericana.
Por eso, el hijo de Tegucigalpa duerme en tierra salvadoreña, pero su espíritu no conoce fronteras. Morazán vive en cada bandera ondeada, en cada voz que clama justicia, en cada sueño de unidad que todavía late en el corazón de Centroamérica.