Viajaba todos los viernes desde La Ceiba hacia Olanchito y regresaba los lunes, de madrugada, para alcanzar mis clases en el colegio —y más tarde, en la universidad—. Era mi rutina, mi camino, mi ritual semanal. Y aunque los años han pasado, todavía puedo cerrar los ojos y sentir el rugido del motor de aquel bus legendario: “La Gaviota”, una de las unidades de pasajeros más recordadas de la ruta Olanchito–La Ceiba, que surcaba el corredor del Aguán en los años noventa con el alma de quienes soñaban con llegar más lejos.

Viajar en “La Gaviota” era una experiencia que se impregnaba en los sentidos. El olor a chicharra con yuca se colaba entre los asientos, ese aroma inconfundible que venía de las ventas en Saba y Jutiapa, donde mujeres con delantal y sonrisa ofrecían sus comidas envueltas en papel o servidas en desechables.
Era el sabor del camino, el anuncio de que uno ya estaba cerca de casa o de que apenas comenzaba la travesía.
Cuando llovía, el aire se llenaba del olor a tierra húmeda, y las gotas golpeaban los vidrios del bus como si acompañaran el ritmo de las conversaciones y las risas. Afuera, los montes verdes del Aguán pasaban lentos, y dentro, los pasajeros compartían silencios, cuentos o canciones de la radio AM.
La imagen es de 1999: “La Gaviota” atrapada en una larga fila sobre la carretera CA-13. Un bus detenido, hombres conversando afuera, un cielo gris cubriendo la escena.
Así era viajar entonces: sin prisa, sin ansiedad, sin notificaciones. Los retrasos eran parte del trayecto, y nadie se quejaba; se esperaba con calma, se contaban historias o se compartía un café tibio en un vaso de plástico.
En sus asientos viajaban maestros, estudiantes, comerciantes, madres con niños dormidos y campesinos que llevaban consigo la esperanza de una venta buena en el mercado.
El ayudante conocía cada rostro, cada parada. Gritaba los nombres de los pueblos con una voz que el viento arrastraba hasta el último asiento: “¡Jutiapa! ¡Planes! ¡Tepusteca!”

Hoy, la ruta entre Olanchito y La Ceiba se recorre más rápido. Los buses modernos ya no se detienen en Saba, ni los pasajeros compran yuca frita envuelta en papel. Las ventanas no se abren y el aire huele a desinfectante, no a tierra mojada. Pero los que viajamos en “La Gaviota” sabemos que, en aquellos años, cada viaje era un fragmento de vida, una forma de pertenecer a una tierra linda.
“La Gaviota” fue un puente entre pueblos, una escuela de paciencia y convivencia. Los niños, jóvenes y adultos que viajaron en ella aprendieron que el camino también enseña.
Hoy, verla en una vieja fotografía es como abrir una ventana al pasado: escuchar el motor, sentir la brisa tibia, oler la yuca con chicharra y reconocer que, aunque el tiempo pase, hay viajes que nunca terminan.

