Fuerzas Armadas de Honduras: de garantes de la Constitución a enemigos de la libertad

Opiniones

A diecinueve días de las elecciones generales, Honduras atraviesa uno de los momentos más delicados de su historia reciente. Lo que debió ser un período de madurez democrática y fortalecimiento institucional se ha convertido en un terreno minado de desconfianza, manipulación y miedo.

Las Fuerzas Armadas, que por mandato constitucional existen para defender la soberanía y garantizar el orden democrático, parecen haber cruzado una línea peligrosa: la del silencio cómplice ante el poder político y la hostilidad hacia la prensa libre.

La institución que alguna vez se presentó como garante del Estado de Derecho hoy actúa —por acción o por omisión— como un actor político más, dispuesto a intimidar a quienes piensan distinto y a callar a los que denuncian abusos.

El reciente enfrentamiento entre la Asociación de Medios de Comunicación de Honduras (AMC) y las Fuerzas Armadas no es un simple roce institucional; es el reflejo de una tendencia más profunda: el intento de desacreditar y amedrentar a la prensa, la única línea de defensa que aún le queda a la ciudadanía frente a la opacidad del poder.

Desde el momento en que los militares utilizan su propio aparato de comunicación para atacar a periodistas y propietarios de medios, se rompe el equilibrio que sostiene a toda democracia.

Pero el debilitamiento de la institucionalidad no se detiene ahí. El Ministerio Público, en lugar de erigirse como un pilar de justicia, se ve arrastrado por decisiones que responden más a órdenes políticas que a principios jurídicos. La pregunta es inevitable: ¿Por órdenes de quién?

La independencia de los poderes del Estado parece más un discurso que una práctica. Y mientras tanto, las instituciones encargadas de fiscalizar el poder se convierten en su brazo ejecutor.

En este escenario, la candidata oficialista Rixi Moncada, del Partido Libre, ha lanzado una acusación grave: la existencia de un supuesto fraude electoral. Sin embargo, la denuncia luce vacía de lógica.

¿De qué fraude habla quien controla el aparato electoral, las instituciones del Estado y el poder militar?

En democracia, quien tiene el poder no teme perderlo; solo teme rendir cuentas.

Este tipo de declaraciones no solo siembran incertidumbre en la población, sino que también preparan el terreno para justificar cualquier desenlace, incluso aquellos que podrían violar la voluntad popular.

Mientras tanto, la oposición, fragmentada y sin acceso a los resortes del poder, sostiene una única fortaleza: el apoyo del pueblo. Un apoyo que, aunque intangible, es el último bastión de resistencia frente a la maquinaria del control político.

El verdadero peligro no está en el conteo de votos, sino en la erosión de la confianza pública.

Cuando la gente deja de creer en las instituciones, la democracia no se destruye de golpe: se desvanece lentamente, en silencio.

Las Fuerzas Armadas y el Ministerio Público tienen la responsabilidad histórica de recordar que su lealtad no es con un partido, sino con la Constitución. Su función no es proteger a un candidato, sino proteger el derecho de cada hondureño a decidir libremente su destino.

Honduras no necesita guardianes del poder, necesita guardianes de la verdad.

Y en un país donde los medios son atacados, los jueces callan y los uniformes opinan, el silencio se convierte en complicidad.

El reloj electoral avanza. Y mientras el discurso del miedo busca dominar el debate, la nación espera una sola cosa: transparencia.

No es demasiado tarde para que las instituciones recuperen su propósito. Pero cada palabra de intolerancia, cada acto de intimidación y cada mentira dicha en nombre del patriotismo acerca a Honduras a un precipicio del que será difícil regresar.

El poder pasa, pero las heridas que deja el abuso del poder permanecen.

Aún hay tiempo para rectificar, pero no habrá democracia posible si el Estado prefiere las armas a las ideas, la obediencia a la verdad y el silencio al valor de decir lo que otros no quieren escuchar.