Honduras entra en la recta final de un proceso electoral marcado por tensiones políticas, fracturas institucionales y un creciente temor ciudadano: la posibilidad de que el país avance hacia un modelo socialista bajo el liderazgo de Rixi Moncada y el Partido Libre. Para una nación con instituciones frágiles y una economía vulnerable, la preocupación no es irracional. Es histórica.

Las señales que hoy observamos en Honduras —choques con la inversión extranjera, discursos confrontativos contra la empresa privada, presión sobre instituciones electorales y un creciente protagonismo militar— recuerdan los primeros pasos que tomaron Venezuela y Cuba antes de su colapso. Los paralelos son demasiado claros para ignorarlos.
Venezuela, alguna vez una de las naciones más ricas del hemisferio gracias a su vasto petróleo, cayó en una crisis humanitaria inimaginable bajo el proyecto socialista de Hugo Chávez y Nicolás Maduro. La abundancia dio paso a la escasez; las reservas, al hambre; y las instituciones, a la devastación política.
Hoy, millones de venezolanos sobreviven escarbando en la basura, mientras el éxodo masivo se convirtió en uno de los más dramáticos de la historia contemporánea.
A comienzos de los años 2000, Venezuela tenía un PIB per cápita comparable al de países europeos emergentes y generaba más de US$90.000 millones anuales solo en exportaciones petroleras. Hoy, tras dos décadas de socialismo, su economía se contrajo más del 80 %, una de las caídas más profundas registradas en tiempos de paz.
En contraste, Honduras —con un PIB per cápita casi diez veces menor— no podría resistir ni cinco años de un modelo similar sin caer en una crisis humanitaria inmediata.
La fragilidad de las finanzas públicas, la limitada capacidad tributaria y la dependencia de remesas hacen que un experimento socialista sea, para Honduras, aún más devastador que para Venezuela.
Cuba, bendecida con un potencial turístico que rivaliza con cualquier isla del Caribe, terminó atrapada en más de seis décadas de control estatal, represión, salarios miserables y apagones interminables.
La imagen de ciudadanos cubanos rebuscando restos de comida para sobrevivir no es propaganda: es la realidad diaria de un sistema que destruyó toda iniciativa productiva y libertad individual.
Cuba, pese a su enorme capacidad turística estimada para atraer más de 10 millones de visitantes al año, recibe hoy menos de un millón debido al deterioro estructural provocado por el control estatal.
Mientras tanto, Honduras —con recursos turísticos naturales extraordinarios, pero con inversión pública limitada— corre el riesgo de repetir el mismo patrón: expulsar al capital privado con controles ideológicos, transformando oportunidades de desarrollo en ruinas económicas. La historia demuestra que ningún país que cerró sus puertas al mercado ha prosperado; todos terminaron empobrecidos y aislados.
Ambos países comenzaron igual: líderes carismáticos prometiendo “justicia social”, enfrentándose a la inversión privada, debilitando los contrapesos institucionales y asegurando que el Estado debía controlarlo todo. Lo que siguió fue la ruina.
En los últimos años, Honduras ha mostrado síntomas de una deriva preocupante:
• Confrontación abierta con la empresa privada y la inversión extranjera.
• Intentos visibles de influir en instituciones clave como el CNE, el Ministerio Público y las Fuerzas Armadas.
• Promesas populistas, económicamente inviables, que se utilizan como herramienta electoral.
• Un discurso oficial que divide entre “pueblo” y “enemigos”, debilitando la cohesión nacional.
• Un creciente distanciamiento con socios tradicionales y democráticos, mientras se coquetea con actores externos no alineados con prácticas democráticas.
Los procesos de deterioro institucional rara vez comienzan con medidas explícitas; empiezan con pequeños pasos: presionar a organismos electorales, desacreditar verificadores independientes, militarizar funciones civiles y consolidar narrativas que colocan al Gobierno como única autoridad legítima.
Así comenzó el declive en Venezuela con el CNE cooptado, y en Nicaragua con la toma partidaria de la Corte Suprema. Los eventos recientes en Honduras —tensiones en el CNE, disputas por el papel de las Fuerzas Armadas en el proceso electoral, y ataques constantes contra organismos de transparencia— encajan inquietantemente con ese patrón.
Son elementos que encajan —con inquietante precisión— en la historia que precedió las crisis de Cuba y Venezuela.
El Banco Central reportó una caída de la inversión extranjera directa del 36 % en los primeros años del actual gobierno, la cifra más baja desde 2010. Además, Honduras ha visto la suspensión o salida de empresas mientras aumenta el desempleo y la informalidad supera el 75 %. Estos indicadores replican los primeros síntomas económicos observados en países que posteriormente cayeron en regímenes autoritarios bajo discursos antiempresa y populistas.
Los países que abrazaron el socialismo autoritario no solo perdieron su economía: perdieron su capacidad de alimentar a su gente. Hoy, más de 7 millones de venezolanos han huido del hambre y la persecución, mientras en Cuba la escasez crónica alcanza niveles sin precedentes, con hospitales sin insumos y familias racionando alimentos básicos.
Si Honduras experimentara una crisis similar, los efectos serían aún más severos: más del 50 % de los hogares dependen de remesas y la mitad de la población vive bajo la línea de pobreza. Un colapso institucional dejaría a millones en vulnerabilidad extrema.
Honduras se encuentra ante una encrucijada histórica. Si avanza hacia un modelo que concentra poder, demoniza la inversión privada y debilita los contrapesos institucionales, podría repetir las tragedias que ya devastaron a dos naciones hermanas.
No se trata de ideología; se trata de consecuencias.
Los hondureños tienen la oportunidad —y el deber— de evitar ese destino. La democracia no se destruye en un día: se erosiona con silencios, con indiferencia y con votos entregados sin considerar las lecciones del pasado.
Honduras no puede darse el lujo de improvisar. Necesita crecimiento económico, inversión, empleo, transparencia y estabilidad. No necesita una ideología que ha fracasado —sin excepción— en cada país donde se ha implantado.
La advertencia es clara: si ignoramos la historia, la repetiremos.
Los hondureños deben elegir con los ojos abiertos, conscientes de que el futuro del país no se juega solamente en un nombre o un partido, sino en la defensa —o abandono— de la democracia que sostendrá las próximas generaciones.

