En Honduras, el poder no perdona. Y Libertad y Refundación (Libre), el partido que nació de las calles, que se alimentó del descontento ciudadano y que prometió no repetir la historia, terminó atrapado en la misma telaraña que juró desmantelar.

La debacle electoral que hoy enfrenta no es sorpresa: es consecuencia.
A Libre no lo derrotó la oposición. Lo venció su propio reflejo.
En Honduras, las urnas hablaron más fuerte que cualquier consigna partidaria. Y el mensaje fue inequívoco: la ciudadanía castigó sin titubeos a Libertad y Refundación (Libre), el partido que en 2021 llegó al poder como símbolo de esperanza, resistencia y ruptura con las viejas prácticas políticas. Tres años después, ese mismo proyecto ha sufrido un desgaste acelerado, no por conspiraciones externas, sino por las grietas que surgieron desde dentro.
Durante meses, la cúpula partidaria se comportó como si la victoria pasada fuera un cheque en blanco, inagotable. Se refugiaron en el triunfalismo, en ceremonias públicas, en lealtades internas convertidas en dogma. Encerrados en su propia narrativa, olvidaron que la legitimidad no se hereda: se renueva.
El primer gran quiebre vino desde arriba. Una dirigencia que se creyó intocable, que interpretó el apoyo legítimo de miles como un cheque en blanco para gobernar sin rendir cuentas. La arrogancia se volvió política de Estado.
El discurso de lucha contra la corrupción se vació mientras escándalos como el desvío de fondos de SEDESOL, las irregularidades en infraestructura y los proyectos inconclusos empezaron a acumularse sin explicaciones.
Los líderes que pedían justicia desde la oposición se mostraron incapaces de aplicarla puertas adentro.
Libre, el partido del “pueblo”, se volvió un círculo cerrado. Y el país lo notó.
Ningún movimiento político sobrevive si olvida a quienes lo levantaron. Y Libre dejó atrás a su propia gente. Aquellos militantes que marcharon bajo el sol, que enfrentaron gases y golpes, que defendieron urnas y discursos, observaron cómo la dirigencia ascendía a las mieles del poder mientras ellos quedaban relegados.
Los comités de base, alguna vez columna vertebral del movimiento, pasaron de ser protagonistas a ser espectadores. El distanciamiento no fue accidental: fue estructural.
La política es ingrata, pero siempre justa: abandone a su base, y su base lo abandonará a usted.
La confianza no se pierde de un día a otro… pero una vez rota, no vuelve.
Las urnas han hablado con una claridad inusual: el pueblo hondureño despertó. El voto cruzado —ese ejercicio maduro, estratégico y consciente— demostró que el electorado ya no está dispuesto a entregar fidelidades ciegas.
El ciudadano castigó a quien sintió que lo traicionó, sin importar colores ni liderazgos históricos.
Y Libre fue uno de los grandes castigados.
El voto se convirtió en una herramienta de reclamo. Un ajuste de cuentas político. Una advertencia: gobiernen bien o serán reemplazados.
La ironía es dura: el partido que denunció años de corrupción cayó atrapado en los mismos vicios. La fuerza que prometió transparencia terminó envuelta en manejos opacos. El movimiento que se proclamaba del pueblo se alejó de él.
La historia demostró que ninguna revolución sobrevive cuando sustituye ideales por privilegios.
Lo ocurrido no es solo un revés para Libre; es un punto de inflexión para Honduras. La ciudadanía demostró que ya no tolera abusos ni discursos vacíos. Que la corrupción, venga del color que venga, se paga. Que el poder no es eterno y que los electores ya no se dejan seducir por promesas sin sustancia.
El país está enviando un mensaje contundente:
el verdadero poder es del pueblo, y hoy decidió ejercerlo.
Libre no enfrenta únicamente una derrota electoral. Enfrenta un juicio moral.
Y como todo en política, la pregunta no es solo cómo cayeron, sino si serán capaces de aprender —y levantarse— sin repetir la historia que juraron combatir.

