Hay momentos en la vida democrática de un país en los que los hechos, más que los discursos, revelan con crudeza las verdaderas intenciones del poder. Honduras atraviesa uno de esos momentos.

La reciente separación del general Israel Rodríguez Oliva de su cargo, tras impedir que manifestantes ingresaran por la fuerza a las instalaciones del Consejo Nacional Electoral (CNE), no puede leerse como un simple relevo administrativo. Se trata de un mensaje político. Un mensaje inquietante: quien protege la institucionalidad es castigado; quien intenta vulnerarla es premiado con silencio o complacencia.
El pasado lunes, grupos identificados con el Partido Libertad y Refundación (Libre) intentaron irrumpir en el edificio del CNE, donde se resguardan documentos y urnas del proceso electoral. El riesgo era evidente: una alteración irreversible de pruebas electorales que son patrimonio democrático del pueblo hondureño. La actuación de las fuerzas de seguridad evitó un escenario que habría colocado al país al borde del colapso institucional.
Sin embargo, la respuesta del Ejecutivo fue desconcertante. El oficial que cumplió con su deber fue removido, según versiones confirmadas, por orden directa de la presidenta Xiomara Castro. El castigo no fue por abuso, ni por exceso, sino por haber frenado a manifestantes afines al oficialismo.
Este hecho no ocurre en el vacío. Se suma a una cadena de acciones que, vistas en conjunto, plantean una pregunta legítima:
¿Qué pretende Libre con la escalada de presión sobre el CNE?
Desde la interrupción constante del escrutinio especial, la narrativa de fraude sin pruebas concluyentes, el bloqueo de decisiones institucionales y ahora la remoción de oficiales que resguardan el proceso, el patrón apunta a un objetivo claro: impedir la declaratoria oficial de resultados y extender artificialmente el poder.

Declaraciones del jefe del Estado Mayor Conjunto, Roosevelt Hernández, han reforzado estas preocupaciones. Al decirle a sus subalternos que resguardan el CNE sobre escenarios en los que, de no haber declaratoria, el proceso podría trasladarse al Congreso Nacional —y desde allí derivar en una permanencia prolongada del actual gobierno— se expone un guion que no es nuevo en la región, pero sí profundamente peligroso.
Nada de esto sería posible sin el silencio —o el respaldo implícito— de sectores que hoy se presentan como opositores. El acompañamiento de Salvador Nasralla y de un grupo de liberales alineados con Manuel Zelaya a estas maniobras erosiona aún más la credibilidad de un sistema político ya golpeado por la desconfianza ciudadana.
Mientras tanto, desde Casa de Gobierno se agita el fantasma de un supuesto “golpe de Estado de la derecha”. Pero los hechos contradicen el discurso. No hay tanques en las calles ni quiebre del orden constitucional. Lo que sí hubo fue un golpe electoral, y no provino de conspiraciones externas, sino del voto ciudadano expresado en las urnas.
“Xiomara no se va”, corean militantes oficialistas frente a Casa Presidencial. El problema no es el grito, sino su significado.
En una democracia, nadie decide quedarse; es el pueblo quien decide quién gobierna y hasta cuándo.
El pueblo ya habló.
Ignorarlo no es gobernar: es burlarse de la democracia.

