En Honduras hay un dicho popular que no suele fallar: a todo cerdito le llega su Navidad. No es un refrán elegante, pero sí certero. Y esta semana, la metáfora encontró destinatario político. Roosevelt Hernández ya no manda. Y cuando el poder se va, el ego también.

Se fue el hombre que creyó que el uniforme era blindaje.
Se fue quien confundió jerarquía con impunidad y mando con licencia para intimidar.
Se fue —según la percepción pública que él mismo cultivó— el peón de un poder político que intentó usar a las Fuerzas Armadas como extensión de una causa, no como garante de la Constitución.
Durante su gestión, Hernández no fue recordado por la discreción institucional que exige el cargo, sino por una sucesión de episodios que tensaron la relación entre Estado y prensa, autoridad y derechos, poder y legalidad. En vez de silencio profesional, hubo micrófonos. En vez de neutralidad, señales. En vez de prudencia, confrontación.
Hubo reuniones incómodas, como aquella con Vladimir Padrino López, símbolo internacional de unas Fuerzas Armadas asociadas al autoritarismo venezolano. Hubo discursos que trataron a los medios como enemigos internos. Hubo exigencias para revelar fuentes periodísticas, como si la libertad de prensa fuera una concesión y no un derecho constitucional.

Hubo señalamientos públicos, calificativos incendiarios y amenazas que —reales o percibidas— dejaron una estela de temor y polarización.
Nada de eso construyó institucionalidad. Todo ello la erosionó.
El poder, sin embargo, es efímero. Y cuando se evapora, ocurre un fenómeno curioso: llega el perdón. No el oportuno, sino el tardío. No el que nace de la reflexión, sino el que aparece cuando ya no hay mando, cuando el despacho se vacía y los galones pesan menos.
Hoy, ya como ciudadano civil, Roosevelt Leonel Hernández Aguilar enfrenta algo que ningún uniforme puede esquivar: la memoria pública. Porque en democracia no solo se juzgan los actos en tribunales; también se juzgan en la historia, en el periodismo y en la conciencia de todo un pueblo.
No se fue como héroe.
No se fue con honor.
No se fue en silencio.
Se fue envuelto en una narrativa que él mismo ayudó a escribir: la de quien intentó usar al Estado contra la crítica, la de quien creyó que el miedo podía disciplinar a la prensa, la de quien olvidó que la autoridad sin límites deja de ser autoridad y se convierte en abuso.
La lección es clara y trasciende nombres propios: el poder no concede razón, solo responsabilidad. Y cuando esa responsabilidad se traiciona, la historia —implacable y paciente— siempre pasa factura.
Porque en Honduras, como dice el refrán, la Navidad política siempre llega. Y no todos la reciben con aplausos.

