En un remanso de calma y devoción, cada año, el 3 de mayo trae consigo un susurro de tradición y fe para los católicos alrededor del mundo. Es el día de la Cruz, una celebración arraigada en los pilares de la liturgia de la Iglesia, pero que va más allá de lo religioso, tejiendo hilos de nostalgia y conexión con la naturaleza.
En tiempos pasados, esta fecha tenía un significado más terrenal, marcando el inicio de las primeras lluvias de mayo y, con ellas, la llegada de la ansiada temporada de lluvias. Era una señal de esperanza para los agricultores, un presagio de abundancia y fertilidad para la tierra sedienta.
Pero ayer 3 de Mayo ya no llovió el agua no llego a tierra, y aunque la fe sigue intacta en muchos hogares, la naturaleza comienza a pasar factura ante nuestras acciones.
Y hoy, aunque el ritmo de la vida moderna pueda distorsionar la percepción de esta antigua costumbre, aún pervive en los corazones de miles de creyentes. En los patios de las humildes casas o en los majestuosos corredores de las viviendas de la ciudad, se erigen cruces decoradas con esmero, testigos mudos de una fe inquebrantable y de un respeto reverente hacia lo sagrado.
Es un día en el que el tiempo parece detenerse, y el aroma de incienso y flores impregna el aire, recordando a cada alma presente la belleza de la tradición y la importancia de la conexión con lo divino y lo natural.
En cada cruz, se reflejan los anhelos y las plegarias de generaciones pasadas, un legado de fe que se transmite de padres a hijos, de abuelos a nietos. Es un vínculo intangible pero poderoso, que une el pasado con el presente, y nos recuerda que, aunque el mundo cambie a nuestro alrededor, hay tradiciones que perduran, imperturbables ante el paso del tiempo.