Planes, Sonaguera, Colón – Hubo un tiempo en que el sonido del ferrocarril era el pulso del Valle del Aguán. Cada amanecer, el eco metálico del tren de la Standard Fruit Company rompía el silencio de las bananeras y se confundía con el canto de los pájaros y el murmullo de los trabajadores que, machete al hombro, caminaban hacia las plantaciones.

Era la década de 1970, y Planes de Sonaguera vivía su época ferroviaria, esa que aún se recuerda con nostalgia y asombro, como si fuera un sueño del que el valle nunca terminó de despertar.
La estación —un edificio modesto de madera y zinc, pero imponente para su tiempo— se erguía junto a los rieles que serpenteaban desde las entrañas del Valle del Aguán hasta los puertos caribeños de Castilla y La Ceiba.
Por allí pasaba la riqueza verde de Honduras: el banano. Cada día, el tren cargado partía desde las fincas hasta los muelles, llevando consigo no solo la fruta, sino también la esperanza de cientos de familias que dependían de aquel rugido de acero y vapor.
En aquellos años, la Standard Fruit Company no era solo una empresa; era una forma de vida. Desde sus oficinas en La Ceiba, la compañía controlaba el ferrocarril, las plantaciones, las viviendas obreras y hasta el pulso económico de toda la región. Los trenes no solo transportaban banano: también llevaban obreros, provisiones y sueños.
Era común ver pasar los trenes de pasajeros, donde hombres con sombrero de lona y mujeres con vestidos floridos viajaban hacia Tocoa o Sabá. Y entre ellos, un vagón de lujo destacaba: el “Carro 1000”, reservado para el gerente de la compañía, que recorría la línea inspeccionando fincas y saludando desde la ventana, mientras los niños del pueblo lo miraban pasar con una mezcla de respeto y curiosidad.

Las vías cruzaban ríos y cañaverales, uniendo pueblos como Corocito, Sabá, Tocoa, Olanchito y Sonaguera, hasta perderse entre los manglares del litoral. Puentes como el legendario Puente Alto eran verdaderas joyas de ingeniería para la época, testigos del paso del progreso y de los días en que el tren era el corazón que bombeaba vida al Aguán.
Cada silbido marcaba la rutina: el amanecer era del tren que partía con carga; el atardecer, del que regresaba vacío, solo con el eco del día en los rieles.
Pero todo sueño tiene un final. A mediados de los setenta, el huracán Fifi azotó la región con una furia que cambió para siempre el paisaje del Aguán. Puentes destruidos, vías arrancadas por las corrientes, plantaciones anegadas. El tren dejó de pasar con la misma frecuencia, y poco a poco, el rugido del progreso fue reemplazado por el ruido de los motores de los camiones.
Las carreteras llegaron, las compañías cambiaron, y el ferrocarril pasó del asombro a la memoria. Los rieles se oxidaron, las estaciones se convirtieron en bodegas o quedaron vacías, y el polvo cubrió los caminos donde antes brillaba el acero.
Hoy, medio siglo después, el recuerdo de aquella era aún sobrevive en los nombres de los barrios: “La Estación” en Sonaguera y Olanchito, “El Puente Alto”, “La Línea” “Túnel de Qurmado”. Sobre la tierra húmeda donde una vez corrieron los trenes, los pobladores siguen hablando de aquellos días con la certeza de quien fue testigo del esplendor.
“Cuando el tren pasaba, se sabía la hora sin reloj”, cuenta don Rafael, un anciano que trabajó como cargador en los vagones. “Era como si el valle tuviera corazón, y el tren fuera su latido.”
Hoy, el silbido del tren solo suena en la memoria, pero su recuerdo sigue vivo en las historias que los abuelos cuentan a los nietos. En ellas, Planes de Sonaguera no es un pueblo olvidado, sino un capítulo dorado de la historia ferroviaria del Caribe hondureño, donde los rieles aún guardan el aroma del banano y el suspiro del progreso que una vez pasó por allí.