En un pueblo llamado Olanchito, donde las tormentas no solo eran de agua, sino también de palabras, vivía un perro cuyo lugar preferido era bajo la mesa.
Allí, entre las sombras de las patas de madera, esperaba pacientemente las migajas que caían del banquete de los poderosos.
Un día, un generoso granjero llamado Osman, conocido por abrir las puertas de su casa a quienes necesitaban una oportunidad, vio al perro famélico rondando cerca de su hogar.
Movido por la compasión, no solo le ofreció refugio, sino también un lugar privilegiado en su finca. “Aquí tendrás comida, cobijo y dignidad”, le dijo, creyendo que el animal sabría valorar lo que se le ofrecía.
Al principio, el perro parecía agradecido. Movía la cola y ladraba alegremente, mostrando fidelidad al granjero. Pero el tiempo demostró que las apariencias engañan.
Un día, el perro decidió marcharse, seducido por las promesas de otro dueño que le ofreció huesos más grandes, aunque secos y sin sabor.
No bastándole con irse, el perro comenzó a ladrar desde lejos, lanzando mordiscos de palabras contra el granjero y su familia. El perro, escondido bajo la mesa de un diputado, olvidó quién le había dado una oportunidad cuando más lo necesitaba.
Desde allí, ladraba por migajas, como si cada palabra malintencionada le asegurara un poco más de comida en su plato vacío de integridad.
El granjero, acostumbrado a lidiar con tormentas mucho más fuertes, observó todo con serenidad. “¿Qué puede hacer un perro hambriento más que ladrar?” reflexionó.
Y así, decidió que no valía la pena gastar su tiempo en responder a ladridos, pues los hombres de verdad no se esconden bajo mesas ni lanzan palabras en la oscuridad.
Esta fábula nos recuerda que la dignidad no se mide por lo que uno dice de los demás, sino por cómo actúa cuando tiene la oportunidad de ser agradecido.
Y en Olanchito, donde todos conocen al perro y al granjero, la historia queda como una lección de vida: no se muerde la mano que alimenta, mucho menos por un par de migajas.
—Por Osman Alexander Guardado Hernández, un granjero que nunca se esconde tras una máscara ni bajo una mesa.