En Honduras, cada lempira que entra al fisco lleva consigo una carga inevitable: 37 centavos se destinan directamente al pago de la deuda pública. Lo que debería ser un recurso para escuelas, hospitales o infraestructura termina absorbido por compromisos financieros que no generan desarrollo.

Esa es la radiografía que expone el reciente informe de la Asociación para una Sociedad Más Justa (ASJ), un retrato que muestra cómo el gobierno de Xiomara Castro ha duplicado el ritmo de endeudamiento en apenas tres años, sin que los hondureños veamos resultados palpables.
El informe revela que el endeudamiento externo anual promedio pasó de 712 millones a 1,513 millones de dólares entre 2022 y 2024. Sin embargo, solo el 12 % de esos recursos se destinan a inversión productiva, mientras que el 88 % se pierde en salarios, transferencias y servicio de la misma deuda.
La paradoja es cruel: Honduras pide dinero prestado para sobrevivir el día a día, no para construir un futuro.
Lo más preocupante es que más de la mitad de la deuda vence en los próximos cuatro años, lo que significa que el próximo gobierno heredará no solo facturas millonarias, sino también un margen fiscal reducido al mínimo.
Y aquí surge la gran pregunta: ¿para qué seguir contratando más préstamos cuando 3,005 millones de dólares ya aprobados permanecen sin ejecutar? La respuesta es una sola: ineficiencia.
La academia y la sociedad civil coinciden. Sergio Zepeda, de la UNAH, advierte que este modelo “hipoteca el bienestar de las generaciones futuras”.

Carlos Hernández, de ASJ, va más allá al denunciar que mientras se contratan créditos para educación, el país exhibe los peores indicadores en la región. El presupuesto de este sector cayó del 32 % al 16 % en una década. Es decir, menos inversión en aulas, pero más deuda en los bolsillos de cada hondureño.
El economista Julio Raudales resume con dureza lo que muchos sospechaban: “en los últimos tres años solo existió improvisación y despilfarro”. Y lo cierto es que la improvisación se paga caro. Desde el discurso de toma de posesión, cuando la presidenta Castro afirmó que la deuda era “impagable”, el país envió señales de incertidumbre a los acreedores. Dos meses después, el propio gobierno amplió el déficit y contrató más deuda. Una contradicción que erosiona la confianza y hunde más el barco.
Hoy, Honduras vive atrapada en un círculo vicioso: más deuda, menos inversión, más pobreza y menos oportunidades. No se trata de satanizar el endeudamiento —una herramienta legítima para el desarrollo—, sino de exigir que cada dólar prestado tenga un retorno claro para la población. Caminos, hospitales, proyectos productivos, acceso a agua y energía: eso debería ser la prioridad.
El país no necesita discursos de refundación ni promesas abstractas. Necesita gestión seria, ejecución eficiente y planificación a largo plazo. De lo contrario, el costo de esta deuda lo pagarán no solo los contribuyentes de hoy, sino también los hijos y nietos de quienes hoy aplauden.
El informe de ASJ no es un simple diagnóstico: es una advertencia. Si Honduras no corrige el rumbo, la deuda no será un instrumento de desarrollo, sino una cadena que atará nuestro futuro.
La reflexión es clara: no basta con indignarse por la deuda, hay que preguntarse cómo se gasta, quién se beneficia y, sobre todo, quién pagará mañana por los errores de hoy.