La Ceiba, Atlántida – Ayer no fue un lunes cualquiera. Me encontraba en el centro de La Ceiba, en medio del bullicio cotidiano, cuando de repente el cielo comenzó a vibrar. No era un trueno, ni un avión comercial. Era ese sonido seco, profundo, como si el firmamento crujiera: un F-5 de la Fuerza Aérea Hondureña había salido a hacer su rutina de práctica. No era la guerra, aunque el estruendo lo pareciera.

Levanté la vista y ahí estaba: un punto de metal cortando el azul, dejando tras de sí una estela breve y poderosa. El avión rompía la barrera del sonido —velocidad Mach 1.7, unos 2,092 kilómetros por hora— algo que pocos imaginan hasta que lo sienten en el pecho.
Es como si el corazón se detuviera por un segundo antes de entender que solo es un entrenamiento más desde la Base Aérea Coronel Héctor Caraccioli Moncada.

Apenas lo perdí de vista, ya estaba girando sobre el litoral. Pensé en su capacidad. Si volara directo hacia San Salvador o Managua, estaría ahí en menos de media hora. Ir y volver desde La Ceiba a cualquiera de estas capitales le tomaría alrededor de 10 minutos minutos o menos, dependiendo de la misión.
A esa velocidad, el F-5 podría atravesar todo el territorio hondureño de norte a sur en menos de 10 a 15 minutos entre estos paises. Honduras, a diferencia de lo que muchos creen, posee la flota aérea más poderosa de Centroamérica en términos de velocidad y combate.
Pero no se trata de un show militarista. Estas prácticas son parte del entrenamiento riguroso de nuestros pilotos. Un día cualquiera en la oficina para ellos significa elevarse a más de 40 mil pies de altura, reaccionar a velocidades supersónicas, y aterrizar como si nada, sin margen para el error.
A veces, desde abajo, no entendemos el poder ni el peso que vuela sobre nuestras cabezas. Algunos corren a grabar con el celular, otros simplemente se tapan los oídos. Yo, en cambio, me quedo inmóvil, observando.
Porque cuando un F-5 sobrevuela La Ceiba, no solo escuchamos un motor. Escuchamos historia, tecnología, y sobre todo, una promesa: que el cielo de Honduras sigue siendo vigilado por quienes vuelan más rápido que el sonido mismo.
