El silencio de los cuarteles y la sombra de la traición

Opiniones

En los pasillos de poder, el silencio a veces grita más que las palabras. Hoy, muchos oficiales activos en las Fuerzas Armadas de Honduras —algunos de ellos veteranos del 2009, cuando se defendió la Constitución en uno de los momentos más críticos de la historia democrática del país—, observan con cautela cómo sus antiguos camaradas están siendo perseguidos judicialmente.

Se les necesita hoy para sostener el aparato del Estado, pero la pregunta incómoda retumba en sus mentes: ¿qué pasará mañana, cuando ya no sean útiles?

El temor no es infundado. La historia universal nos recuerda que las dictaduras suelen nacer con la complicidad, o al menos con la pasividad, de los estamentos militares. El Chile de Pinochet, la Venezuela de Hugo Chávez o incluso la Nicaragua de Daniel Ortega comenzaron con el aval o la indiferencia de fuerzas armadas que creyeron controlar la situación. Pero pronto, los mismos que apoyaron esos regímenes fueron desplazados, reprimidos o silenciados cuando ya no fueron necesarios.

Hoy en Honduras, la advertencia parece repetirse como eco premonitorio: “cuando ya no les sirvan… los traicionarán uno por uno” dijo recientemente Romeo Vásquez en una carta dirigida a la institución castrense.

No se trata de alarmismo, sino de análisis. Las Fuerzas Armadas de Honduras han sido históricamente una institución que, con errores y aciertos, ha gozado del respeto del pueblo. Su papel en los momentos de mayor crisis ha sido decisivo, y muchas veces, su cohesión interna evitó mayores desastres.

Pero hoy, ese espíritu de cuerpo parece estar siendo puesto a prueba. El arresto de un general retirado con una trayectoria conocida, sin una reacción firme de sus antiguos compañeros de mando, envía un mensaje devastador: cualquiera puede ser el siguiente.

¿Qué ejemplo se dio al permitir, con pasividad, que un militar que sirvió al país tenga que huir para no enfrentar lo que muchos consideran un proceso viciado por motivaciones políticas? ¿Qué autoridad moral tendrá mañana la cúpula actual cuando les toque enfrentar las consecuencias de haber servido a una causa y no a la Constitución? El miedo al castigo, al descrédito o a la pérdida de privilegios ha silenciado a quienes juraron lealtad a la patria y no a una familia que ha vivido, y sobrevivido, gracias a la política: ayer con el partido Liberal, hoy bajo el manto del partido Libre.

En estos días oscuros para la institucionalidad, conviene recordar cómo las democracias se erosionan. No siempre con tanques en las calles, sino con el uso estratégico de las leyes para desmantelar al adversario, con persecuciones judiciales disfrazadas de justicia, con lealtades compradas o impuestas por el miedo.

Y en ese juego de poder, las Fuerzas Armadas pueden convertirse en víctima, en verdugo o en la última esperanza de un pueblo. Dependerá de ellas.

El riesgo es claro: si las Fuerzas Armadas permiten que su historia de servicio se pisotee, si se vuelven cómplices del silencio, perderán algo más valioso que sus cargos: perderán la confianza del pueblo hondureño. Y cuando el pueblo pierde fe en sus instituciones, el terreno queda abonado para el autoritarismo, la fragmentación y el caos.

Este no es un llamado a la insubordinación, sino a la reflexión. A que los oficiales recuerden su juramento y comprendan que el poder es efímero, pero el honor no. Que el uniforme no se viste para servir al gobernante de turno, sino a la nación entera. La patria, aún espera.

Pero si las botas del silencio se imponen, quizá mañana ya sea demasiado tarde para levantar la voz.

Por la justicia. Por la institucionalidad. Por Honduras.