Jorge Zelaya: el hijo de Palo Verde que no olvida sus raíces

Cultura

En medio del bullicio de Tegucigalpa, entre estudios de televisión y el ajetreo legislativo, hay un hombre que cuando cierra los ojos sigue viendo la misma estampa: las calles de Olanchito, el verde infinito del campo de Palo Verde, los árboles que trepaba de niño y los amigos con quienes compartía risas y juegos. Ese hombre es Jorge Zelaya.

Licenciado en periodismo, reconocido por su trayectoria en las principales cadenas televisivas del país y hoy diputado del Congreso Nacional, Jorge Zelaya es mucho más que un rostro en pantalla o un nombre en la política.

Es el muchacho que camina por las calles de su pueblo con la misma calma y gratitud de siempre, que saluda al vecino, que se detiene a conversar con la señora que vende tortillas, que se emociona al ver los lugares donde pasó su infancia.

En Palo Verde, cada camino tiene su recuerdo y cada árbol guarda una historia. Allí aprendió a trepar y a soñar; allí nació su compromiso con la gente sencilla que le enseñó el valor de la palabra y de la solidaridad.

No son pocos los comejamos que cuentan cómo, al visitar su hogar, Jorge abre las puertas de su casa y de su familia para recibirlos, o cómo les ha tendido la mano cuando necesitan llegar a un ministerio o buscar solución a algún problema.

Y hay algo que lo distingue aún más: Jorge Zelaya no se olvida de sus amigos. No se olvida de sus compañeros de infancia ni de sus amigos de colegio; cada vez que vuelve a Olanchito los busca, los visita y comparte con ellos momentos sencillos que le devuelven la alegría de los años mozos. Es en esas charlas, risas y recuerdos donde reafirma ese vínculo profundo con la tierra que lo vio nacer.

Ese es el Jorge Zelaya que hoy queremos destacar en El Comejamo: no al periodista exitoso ni al diputado reconocido, sino al hombre que no olvida sus raíces. A pesar de ocupar un lugar distinto al que acostumbraba de niño, sigue siendo el mismo, con la misma humildad y el mismo amor por Olanchito.

Su historia es un recordatorio de que la verdadera grandeza no está en los títulos ni en los cargos, sino en la capacidad de volver al origen y seguir siendo, siempre, uno mismo.