Justicia selectiva y el costo humano del espectáculo institucional

Locales

En Honduras, la justicia parece haber adoptado una lógica inquietante: actuar con fuerza donde hay visibilidad y silencio donde hay verdadero peligro. La reciente intervención contra reconocidos comerciantes de Olanchito no solo reabre el debate sobre el uso del poder punitivo del Estado, sino que obliga a preguntar si la ley se está aplicando para proteger a la sociedad o para producir escenografías de autoridad.

Allanamientos acompañados por contingentes de policías, fiscales y militares generan impacto mediático inmediato. Sirven para proyectar acción, decisión y “mano firme”. Pero cuando esas acciones recaen sobre ciudadanos con trayectorias empresariales públicas, generadoras de empleo y sin antecedentes criminales, el mensaje que se envía es otro: la justicia hondureña es más fuerte con los visibles que con los peligrosos.

Mientras grandes estructuras criminales —narcotráfico, extorsión, pandillas— continúan operando con una impunidad que erosiona la seguridad nacional, el sistema judicial parece ensañarse con sectores productivos que han apostado por invertir, emprender y crecer dentro de la legalidad. Esa contradicción no solo es moralmente insostenible, sino institucionalmente dañina.

Saúl y Gabriela representan una historia empresarial conocida en la comunidad. La Esquina del Sabor e Ibagari Grill no surgieron del anonimato ni de estructuras opacas, sino del trabajo constante, visible y prolongado en el tiempo. Son emprendimientos que crecieron ante los ojos de la ciudad, generando empleo, dinamizando la economía local y apostando por Olanchito cuando muchos optaron por irse.

Más tarde vinieron nuevas inversiones, alianzas empresariales y proyectos educativos como la Escuela Bilingüe Olanchito.

Convertir ese recorrido en una narrativa de “lavado de activos” sin pruebas públicas, mediante operativos de alto impacto, no solo daña la reputación de una familia, sino que rompe algo más profundo: la confianza ciudadana en la justicia. El daño colateral no es menor. Niños, jóvenes y colaboradores quedan marcados por un espectáculo que deja huella emocional, aunque luego no deje resultados judiciales.

El comunicado emitido por la familia Duarte es claro, mesurado y firme. Rechazan categóricamente los señalamientos, afirman tener su documentación en regla y confían en que la verdad prevalecerá. Lo hacen sin confrontación, sin victimismo, pero con la serenidad de quien sabe que el trabajo honesto no se construye en la sombra.

Nadie discute la necesidad de combatir el crimen financiero. Lo que se cuestiona es la improvisación, el uso de denuncias anónimas como detonante de operativos masivos, y la ausencia de resultados concretos tras despliegues costosos que paga el mismo pueblo hondureño.

Cuando la justicia se convierte en espectáculo, pierde autoridad.
Cuando se usa selectivamente, pierde legitimidad.
Y cuando parece alineada con intereses políticos, pierde credibilidad.

El Ministerio Público tiene una responsabilidad histórica: investigar con rigor, no con teatralidad. Proteger a la sociedad no implica humillar públicamente a ciudadanos antes de probar culpabilidad. Implica inteligencia, discreción, técnica y resultados.

Desde este medio, el mensaje es claro y necesario: ya basta de improvisación. Ya basta de manchar nombres sin sentencias. Ya basta de operativos ruidosos y resultados silenciosos. Honduras no necesita una justicia que haga shows; necesita una justicia que funcione.

El costo de estas malas prácticas no lo pagan los funcionarios que ordenan operativos fallidos. Lo paga la ciudadanía que pierde confianza. Lo pagan los empresarios que dudan en invertir. Y lo pagan las comunidades que ven cómo el verdadero crimen sigue intacto mientras se persigue al sector productivo.

La justicia no debe ser el hazmerreír del país.
Debe ser su pilar más sólido.