Tocoa, Colón – “Hace dos años lo mandé caminando con vida, ahora lo espero en una caja”. Así, entre lágrimas y con la voz entrecortada, David Portillo, un humilde padre originario de la comunidad de La Confianza en Tocoa, Colón, intenta explicar el dolor que lo atraviesa desde el pasado 4 de julio, cuando su hijo mayor, Elvis David Portillo, fue asesinado en Houston, Estados Unidos.

Elvis tenía apenas 20 años. Se encontraba en su hora de almuerzo cuando fue atacado por un adolescente de 15 años, compañero de trabajo, en circunstancias que aún son investigadas por las autoridades estadounidenses. Una discusión, un impulso, una bala. El sueño americano, una vez más, se tiñó de luto para una familia hondureña.
A sus 48 años, don David recuerda con amargura la última llamada que recibió de su hijo el 2 de julio, dos días antes del crimen:
“Me dijo: Papi, está joven todavía, en 10 años voy a llegar allá y lo voy a encontrar, no con bordón”.
Esa promesa se quedó suspendida en el aire, como tantas otras que se esfuman cuando la violencia corta los hilos de la esperanza.
Don David ha tocado puertas. Ha clamado a las autoridades hondureñas. No busca culpables, no exige castigo. Solo quiere lo justo: traer el cuerpo de su hijo a casa, enterrarlo en la tierra que lo vio nacer, donde aún hay una madre que no deja de llorarlo y una familia que espera darle el último adiós.
“Jamás voy a volver a ver esa sonrisa que llenaba de alegría esta casa. Me han quitado la mitad de mi vida”, confiesa, con los ojos perdidos en el recuerdo de un hijo que partió buscando una vida mejor y encontró una muerte injusta.
La historia de Elvis David no es aislada. Cada año, decenas de familias hondureñas viven tragedias similares: jóvenes que emigran en busca de trabajo, de seguridad, de futuro… y terminan víctimas de la violencia, en un país extraño, lejos de los abrazos y los rezos de mamá.
Hoy, David Portillo no pide limosna, pide dignidad. Pide al gobierno de Honduras que lo acompañe en su duelo, que le ayude a cerrar el ciclo con honor y respeto. Que su hijo no sea una estadística más.
Y mientras espera alguna respuesta, sigue repitiendo en voz baja aquella promesa que su hijo le hizo por teléfono:
“Llegaré en 10 años, papi…”
No sabía que ese regreso sería en silencio, en un ataúd, y con toda una familia rota por dentro.