Manotazos de ahogado: el miedo de LIBRE ante unas elecciones que ya siente perdidas

Opiniones

Aquí y ahora, a un mes de las urnas, Honduras huele a nerviosismo en el poder. Y cuando el poder tiene miedo, suele ensayar los mismos reflejos: escuchas telefónicas, micrófonos ocultos, expedientes relámpago y el peso del aparato estatal cayendo, casi siempre, del mismo lado.

No es una metáfora: en días recientes, un consejero electoral llevó al Ministerio Público un USB con audios de conversaciones privadas que implicarían a una colega del CNE, a un militar y a un jefe de bancada.

Más allá de su contenido, la alarma democrática está en el método: ¿quién grabó, con qué autorización y bajo qué controles? La propia consejera Cossette López advirtió que admitir acceso a llamadas privadas es “claramente un delito”. En un clima preelectoral, ese cruce entre espionaje y política es fósforo junto a gasolina.

El patrón no termina ahí. En el Tribunal de Justicia Electoral, la tormenta crece: dos magistrados ordenaron —según críticos, de forma “irregular”— la inscripción de un candidato inhabilitado; al mismo tiempo, una magistrada denunció persecución y posibles acciones penales en su contra tras esa resolución.

Cuando los árbitros del partido pasan a ser noticia por presiones, denuncias cruzadas y amenazas, el mensaje al votante es inequívoco: las reglas están en disputa en pleno juego.

A esto se suma una señal preocupante desde el órgano administrador del proceso: un reglamento que impone “mordaza” a los observadores electorales —censura previa de sus informes—, debilitando uno de los pocos contrapesos de última milla que le quedan a una jornada tensa.

En cualquier democracia seria, observar no es un favor: es una condición. Pedir silencio a quien debe vigilar es pedirle que cierre los ojos.

Mientras tanto, en el Congreso, la oposición se autoconvoca, denuncia parálisis y advierte maniobras para instalar una “Comisión Permanente” capaz de intervenir CNE y TJE.

No es un tecnicismo: es el debate sobre quién controla las llaves del proceso en sus tramos más sensibles. En paralelo, voces internacionales ya registran el giro de Honduras hacia reflejos iliberales: concentración de poder, interferencias en la administración electoral y pulsiones punitivas contra críticos.

No hace falta compartir cada una de esas valoraciones para admitir el hecho central: las señales son las de un sistema que, en lugar de competir con reglas claras, tantea los bordes para doblarlas.

Quien hoy gobierna —LIBRE y su constelación institucional— puede alegar que todo se hace “para defender la pureza del voto” o “destapar conspiraciones”. Es la coartada de siempre.

Pero en democracia el fin nunca limpia los medios: las escuchas sin control judicial, la persecución selectiva, los reglamentos que silencian a los veedores y el uso del aparato penal para disciplinar adversarios son líneas rojas. Y, además, son mala política: delatan miedo. Los oficialismos confiados no espían consejeros, no amordazan observadores, no ensayan atajos para sustituir árbitros. Los oficialismos confiados ganan en las mesas, no en los micrófonos ocultos.

Honduras no necesita épica: necesita garantías. Cinco pasos urgentes pueden bajar la temperatura y devolverle credibilidad al 30 de noviembre: (1) una auditoría independiente y pública sobre cualquier interceptación de comunicaciones vinculada a actores electorales; (2) la suspensión inmediata de cualquier normativa que imponga censura previa a observadores; (3) un compromiso explícito y verificable —firmado por Gobierno, CNE, TJE, Fiscalía y Fuerzas Armadas— de neutralidad activa; (4) un protocolo de debida diligencia para causas penales sensibles en campaña (publicidad de actuaciones, control judicial reforzado, plazos y motivaciones estrictas); y (5) la aceptación sin reservas de misiones de observación con acceso pleno y libertad de informe. PERO nada de esto favorece a un bando; favorece al votante.

La pregunta de fondo —¿es miedo a perder el poder?— no se responde con discursos, sino con conductas. Si el oficialismo está seguro de su mayoría, que compita a la luz del sol. Si no lo está, que recuerde una verdad sencilla: la represión es un boomerang. En el corto plazo puede intimidar; en el largo, termina consolidando a la oposición y desgastando a quien abusa.

A un mes de la elección, cada intervención telefónica, cada “mordaza” y cada amenaza contra árbitros huele a manotazo de ahogado. Y la historia enseña que los países no se salvan con manotazos, sino con instituciones.