Hay tuits que envejecen mal. Y hay otros que, apenas publicados, revelan más sobre quien los escribe que sobre aquello que intentan denunciar. El mensaje difundido por Salvador Nasralla en su cuenta oficial de X pertenece, sin duda, a la segunda categoría.

Afirmar que un expresidente hondureño —condenado por la justicia estadounidense— logró, mediante lobby y millones de dólares, manipular al presidente de Estados Unidos, a su sistema judicial, a sus agencias de inteligencia y a toda su política exterior, no es una denuncia valiente: es una simplificación burda del funcionamiento del poder global. Es, en esencia, una teoría que se derrumba por su propio peso.
La Casa Blanca no decide en función de rumores centroamericanos. El Departamento de Justicia de Estados Unidos no actúa por cuentos de miedo ideológico. El FBI, la DEA y los tribunales federales no se pliegan a narrativas de “si no me salvan, llega el comunismo”. Pensarlo así no solo carece de evidencia: roza lo inverosímil.
Pero el problema va más allá de la exageración. El tuit de Nasralla implica algo aún más grave: que el presidente Donald Trump —y con él todo su aparato institucional— fue ingenuo, manipulable o incompetente.

Que el país con uno de los sistemas de investigación más sofisticados del mundo se dejó engañar por un político extranjero preso.
Es una afirmación que no desacredita a Trump; desacredita a quien la formula.
El giro más revelador del mensaje, sin embargo, llega cuando la crítica se transforma en autoelogio. Entre acusaciones de narcotráfico, conspiraciones internacionales y lobby millonario, Nasralla introduce su propio nombre como la “alternativa de gente buena”, respaldada —según él— por 58 años de presencia mediática y el cariño universal del pueblo. Ya no se trata de hechos, sino de fe. No de análisis, sino de culto personal.
La política no se construye sobre la premisa de que “todo el mundo me quiere”. Tampoco se gana credibilidad sugiriendo que un presidente electo evita una ceremonia pública por miedo a los silbidos. Ese tipo de afirmaciones no fortalecen una oposición; la infantilizan.
Salvador Nasralla fue, durante décadas, una voz incómoda, aguda, disruptiva. Hoy, ese capital simbólico parece diluirse en una narrativa donde toda derrota es producto de una conspiración global y toda crítica es una afrenta personal. Cuando el discurso abandona la razón y se refugia en el resentimiento, deja de ser político y se convierte en espectáculo.
Honduras necesita opositores firmes, no relatos fantasiosos. Necesita vigilancia democrática, no teorías que subestiman la inteligencia del electorado y del mundo.
Porque cuando un líder político comienza a explicar la realidad con argumentos que no resisten una mínima verificación, el problema ya no es el sistema: es la voz que intenta narrarlo.
Y ese, quizá, sea el verdadero silencio incómodo que dejó este tuit.

