Desde lo alto de Pacura, un espectáculo desolador se revela ante los ojos de quienes contemplan el horizonte. En esa privilegiada posición, se divisan majestuosamente el imponente Valle del Aguán, la tranquila ciudad de Olanchito y varias de sus aldeas, cada una como un tesoro escondido entre la exuberante vegetación.
Sin embargo, la escena se ve empañada por una densa cortina de humo que se eleva desde lo profundo del valle, como un lamento silencioso que envuelve la tranquilidad del paisaje.
Contrario a lo que podría pensarse, no son los bosques de Pacura los que arden en llamas, ni las praderas que rodean la apacible ciudad cívica. Este humo, oscuro y ominoso, no proviene de incendios forestales locales. Su origen se encuentra más allá de las montañas, en otros rincones del vasto territorio hondureño.
Mientras el sol se filtra tímidamente entre las nubes, iluminando con su luz dorada las cumbres de las montañas, el humo se erige como un recordatorio constante de la fragilidad del entorno natural. Es un eco de la devastación que azota a otras tierras, un susurro de advertencia sobre los estragos del descuido y la indiferencia.
En este rincón remoto, Pacura se convierte en testigo mudo de la trágica danza del humo que envuelve el Valle del Aguán. Aunque el fuego no consume sus propios bosques, el eco de la tragedia resuena en cada árbol, en cada hoja mecida por la brisa, recordándonos la importancia de proteger y preservar nuestro frágil hogar terrenal.