Estados Unidos ha cancelado el Estatus de Protección Temporal (TPS) para más de 70,000 hondureños. Para muchos, fue una sorpresa. Para otros, un castigo. Pero en los pasillos de la política internacional, la decisión no cayó del cielo.

Fue cocinada a fuego lento durante tres años y cinco meses de tensiones, desplantes, tuits incendiarios y discursos donde la soberanía se gritaba, pero la diplomacia se olvidaba.
La administración de la presidenta Xiomara Castro se ha jactado de defender la dignidad nacional frente a Washington. Pero detrás del discurso soberanista se esconde una cadena de desaciertos diplomáticos, choques públicos y mensajes hostiles que poco a poco fueron minando una relación estratégica con quien, nos guste o no, sigue siendo nuestro mayor socio comercial, fuente principal de remesas y destino de migrantes.
La cancelación del TPS no es solo una medida migratoria. Es una señal política. Un aviso claro de que Estados Unidos ya no está dispuesto a mantener privilegios especiales con un gobierno que lo ha confrontado abiertamente en todos los frentes.
El quiebre comenzó temprano. Bastaron ocho meses de gobierno para que el entonces canciller Enrique Reina iniciara un cruce público de mensajes con la embajadora estadounidense Laura Dogu por algo tan manejable como una confusión en el título de Salvador Nasralla. Pero lo que debió resolverse en privado, se convirtió en el primer incendio público. No sería el último.
Después vinieron otros desencuentros: las ZEDEs, la Ley de Energía, la elección interina del Fiscal General, la cárcel en las Islas del Cisne, la denuncia unilateral del tratado de extradición, la reunión con el ministro de Defensa de Venezuela, las advertencias sobre violencia, y la amenaza directa de la presidenta de cerrar la base de Palmerola si Trump expulsaba a migrantes hondureños.
Cada incidente parecía diseñado no para disentir con inteligencia, sino para confrontar con altanería. El canciller Reina, lejos de construir puentes, se dedicó a dinamitarlos. Y cuando la embajadora Dogu expresó preocupación por la corrupción, por el narcotráfico o por la politización del sistema judicial, las respuestas del gobierno fueron más virulentas que reflexivas.
Pero quizás el golpe más directo llegó en agosto de 2024, cuando autoridades militares hondureñas se sentaron junto al ministro de Defensa venezolano, Vladimir Padrino, un funcionario señalado por narcotráfico.
Dogu, como era de esperarse, expresó preocupación. Reina respondió con furia, y acto seguido el gobierno de Honduras denunció el tratado de extradición que había permitido juzgar a capos, exalcaldes y hasta un expresidente.
¿Coincidencia? Difícil creerlo. Apenas una semana después, se filtró un video donde se vinculaba al cuñado de la presidenta, Carlos Zelaya, en reuniones con narcotraficantes para financiar la campaña de 2013. Desde entonces, la justicia hondureña guarda silencio sepulcral.
Frente a este historial de hostilidad, la cancelación del TPS se vuelve comprensible, aunque dolorosa. Washington no lo dijo abiertamente, pero el mensaje es claro: si Honduras insiste en aliarse con gobiernos autoritarios, insultar a sus diplomáticos, proteger a sospechosos de narcotráfico y usar la soberanía como escudo para evadir la rendición de cuentas, no puede esperar trato preferencial.
Y los más golpeados no son los políticos de turno. Son los 70,000 hondureños que viven legalmente en EE. UU., que trabajan, pagan impuestos, sostienen familias y envían remesas. Ellos son los que hoy quedan a la deriva, no por falta de méritos, sino porque la diplomacia de su país decidió confrontar antes que construir.
La política exterior no es para buscar aplausos internos ni para pelear en Twitter. Es para cuidar los intereses de la nación. Y uno de esos intereses era el TPS. Otro era la CICIH. Otro, la relación con nuestros migrantes. Pero todo eso se sacrificó en nombre de una narrativa de resistencia que, lejos de dignificarnos, nos aisló.
Hoy el gobierno culpa a Estados Unidos. Pero nadie en Casa Presidencial parece dispuesto a reconocer su parte de responsabilidad.
Tampoco han dado señales de querer enmendar el rumbo. Al contrario: siguen con el discurso de confrontación, como si gritar más fuerte fuera una estrategia.
Defender la soberanía es legítimo. Pero soberanía sin justicia, sin transparencia y sin respeto mutuo, no es dignidad. Es aislamiento. Y los países pequeños como Honduras no pueden darse el lujo de vivir aislados del mundo.
Este editorial no es una defensa de Estados Unidos. Es un llamado a que la política exterior vuelva a ser seria, profesional y enfocada en resultados, no en eslógans. Porque si seguimos por este camino, el TPS no será lo último que perdamos.