En Olanchito, tierra fértil entre ríos y colinas, hay quienes todavía creen que el agua subterránea vive por arte de magia, como si bajo nuestros pies existiera un lago inagotable, alimentado por hadas y no por bosques.

“Yo tengo mi pozo no necesito agua municipal” vaya osadía pero si hay quienes lo digan.
La ciencia es clara y tajante: los pozos dependen de la infiltración de agua de lluvia, y esa infiltración solo ocurre cuando los bosques y suelos la permiten. Si las microcuencas de Olanchito se siguen depredando, los ríos se secan, el suelo se erosiona y los mantos freáticos se agotan. ¿Qué pasa entonces con los pozos privados? Pues terminan siendo tubos metálicos clavados en la tierra… vacíos.
La sátira de la situación es grotesca: pagar una tasa ambiental mientras se menosprecia el bosque equivale a pagar un seguro contra incendios y guardar gasolina en la sala. Creer que el agua del pozo no depende de la microcuenca es como creer que un cajero automático seguirá entregando billetes aunque el banco haya quebrado.
El asunto no es de capricho ambientalista, es de supervivencia sea esta urbana o rural. Los bosques son las fábricas invisibles del agua: captan la lluvia, la filtran y la entregan gota a gota a las venas subterráneas que abastecen tanto a las tuberías municipales atravesó de los ríos, como a los pozos privados.
Sin árboles, el agua corre superficialmente, arrastra tierra, inunda hoy y deja sequía mañana.
Si seguimos bajo la lógica del “mi pozo, mi agua”, pronto asistiremos al funeral colectivo de todos los pozos de Olanchito. Y no habrá tasa ambiental ni tanque elevado que nos salve de cargar tinajas en plena ciudad.
Cuidar los bosques no es un lujo, es el único seguro hídrico real. O lo entendemos ahora, o nuestros nietos lo recordarán cuando caven pozos de 100 metros de profundidad y lo único que encuentren sea polvo.