Cuando el cardenal Óscar Andrés Rodríguez dijo en su homilía dominical que “nos quieren hacer creer que vamos bien” mientras hay hospitales sin medicinas, escuelas en ruinas y violencia desbordada, no estaba inventando una consigna política: estaba describiendo una realidad que millones de hondureños viven a diario.

Pero su comentario no tardó en incomodar al poder. Desde la Dirección de Aduanas, Fausto Cálix le respondió de forma tajante, instándolo a quitarse la sotana si va a repetir “el mismo guion de la oposición”. También le recordó, con tono inquisidor, que defendió el golpe de Estado en 2009, y lo acusó de politizar el templo de Dios.
La pregunta inevitable es: ¿tienen derecho los líderes religiosos a opinar sobre la realidad política y social del país? ¿O deben limitarse a sermones espirituales mientras la injusticia arde en las calles?
La historia —y la doctrina cristiana misma— tienen una respuesta clara: sí, tienen derecho, y muchas veces, el deber moral de hacerlo.
¿Qué dicen las escrituras? ¿Qué enseñó Jesús?
Los expertos en teología católica y evangélica coinciden en algo fundamental: el mensaje cristiano no se reduce a rezos ni a ritos, sino que incluye el compromiso activo con la verdad, la justicia y la dignidad humana. Jesús de Nazaret no fue neutral ante la opresión: denunció a los hipócritas, enfrentó al poder religioso corrupto y defendió a los marginados.
El profeta Isaías clamó contra los gobiernos injustos. Juan el Bautista fue encarcelado por decirle la verdad a un rey. Los pastores de hoy, ¿deben entonces callar cuando sus fieles no tienen techo, ni comida, ni salud?
El púlpito como conciencia moral, no como megáfono partidario
Es cierto que los púlpitos no deben ser instrumentos de propaganda. Ningún sacerdote o pastor debería ponerse al servicio de una ideología, partido o figura política. Pero tampoco deben ser cómplices del silencio. Cuando el poder falla, cuando la corrupción hiere al más pobre, cuando el Estado niega lo evidente, el púlpito se convierte en el eco de la conciencia.
Lo que dijo el cardenal no fue una arenga política: fue un grito pastoral. Tal vez molesto, tal vez incómodo, pero absolutamente válido. Pedirle que se calle es querer una Iglesia muda, dócil, funcional… lo opuesto a lo que predicó el Evangelio.
¿Quién politiza a quién?
Curiosamente, quienes hoy acusan al cardenal de “politizar” el púlpito son los mismos que no dudan en citar a Dios cuando les conviene, bendecir sus actos con oraciones públicas o llenar discursos de versículos bíblicos cuando necesitan votos.
Fausto Cálix —y otros como él— no están defendiendo la pureza del templo, están defendiendo la incomodidad del poder ante una voz crítica con sotana. Y esa doble moral también es una forma de hipocresía.
Conclusión
La fe no está peleada con la verdad. La religión, bien entendida, no es evasión, sino compromiso. Y si los pastores y sacerdotes ven al pueblo sufrir, su deber no es callar, sino hablar con firmeza y amor.
Porque cuando el pueblo no tiene voz, el púlpito puede —y debe— ser su eco.