Aún no ha comenzado oficialmente la campaña electoral, y Rixi Moncada —candidata presidencial por el partido Libre— ya ha comenzado a mostrar con claridad los trazos de lo que sería su eventual gobierno.

Y lo que se dibuja, para muchos sectores productivos, es una silueta sombría, cargada de resentimiento, desconfianza y una narrativa confrontativa que, lejos de inspirar esperanza, enciende las alarmas de quienes sostienen gran parte de la economía nacional: los empresarios, los inversionistas, los agricultores, los bancos… y el pueblo trabajador que vive de ellos.
En su reciente visita a Olanchito, Moncada no perdió tiempo en lanzar ataques contra la Standard Fruit Company, una de las principales generadoras de empleo en la región del Bajo Aguán. La acusó de beneficiarse del país sin aportar lo suficiente, olvidando que son precisamente estas empresas las que mantienen con vida económica a miles de familias hondureñas.
Luego arremetió contra “las 10 familias más ricas del país”, como si el pecado capital fuese invertir, emprender o generar empleo. Y ahora, la emprende contra el sistema bancario nacional, acusándolo de no pagar impuestos, una afirmación que ha sido categóricamente desmentida —con cifras verificables— por la Asociación Hondureña de Instituciones Bancarias (Ahiba).
El discurso de Moncada no es simplemente incendiario: es peligrosamente divisivo. Porque no solo desinforma, sino que prepara el terreno para una eventual política de persecución ideológica a quienes producen, emplean y hacen crecer el país.
Si desde ya ataca a la banca, al agroexportador y al empresariado nacional, ¿qué podemos esperar si llega al poder con las riendas completas de la administración pública?
Honduras no necesita una líder que alimente la confrontación de clases. Lo que necesitamos —y exigimos— es liderazgo con visión, que comprenda que el verdadero progreso no viene de destruir, sino de construir puentes entre el Estado y el sector privado. Se requieren políticas de inclusión, no de exclusión; de colaboración, no de guerra ideológica.
¿O acaso alguien puede asegurar que se crea más empleo cerrando puertas en vez de abrirlas? ¿Se logra estabilidad ahuyentando la inversión nacional y extranjera? ¿Se combate la pobreza sembrando odio?
Las cifras hablan más claro que cualquier arenga de campaña. En 2024, la banca privada pagó más de 7,000 millones de lempiras en impuestos. Miles de hondureños —más de 22,000— trabajan formalmente en el sistema bancario.
Empresas agrícolas como Standard Fruit sostienen el empleo directo e indirecto de miles de familias. Atacarlas es, en última instancia, atacar la comida, el techo y la educación de quienes dependen de esos ingresos.
La historia ha demostrado que gobernar con resentimiento social como bandera no construye patria, sino ruinas. Y lo peor de todo: no resuelve nada. Honduras necesita empleo, necesita paz, necesita seguridad. Y, sobre todo, necesita liderazgo que una, no que divida.
Porque como bien dijo alguien alguna vez: “No se puede morder la mano que te alimenta y luego esperar que te sirva otra vez”.
El pueblo hondureño merece propuestas, no vendettas disfrazadas de justicia social.