Saba, Colon – La mañana apenas comenzaba cuando Jildo Arturo Mejía Chicas, un joven de 18 años, descendió del bus en la terminal de una ciudad que no conocía bien. Venía desde lo alto de la montaña, de una comunidad llamada Jaguaca, entre Armenia y San Luis, en el municipio de Olanchito.

Su misión era sencilla: comprar materiales de construcción para su familia. Llevaba en una bolsa blanca los ahorros de meses de esfuerzo, dinero enviado por su hermano y guardado con cuidado por su madre.
No imaginaba que aquel viaje terminaría convertido en una historia de engaño, vulnerabilidad y despojo.
Jildo caminaba por una de las avenidas cercanas al centro cuando dos hombres se le acercaron. Según relató después, le preguntaron por una dirección que él no conocía. “Les dije que no sabía, que yo era de fuera”, contó. Los hombres insistieron con amabilidad fingida y lo invitaron a acompañarlos hacia el parque central, argumentando que allá podrían preguntar juntos.
Las cámaras de seguridad más cercanas los registraron caminando juntos hasta cierta esquina. Después, las imágenes se pierden.
“Uno de ellos me tocó la espalda”, recuerda Jildo con voz temblorosa. “Sentí algo raro, como escalofríos… y en mi mente dije: esto no me gusta”. Fue el último pensamiento claro que tuvo antes de perder el sentido.
Cuando despertó, el sol ya bajaba. Los hombres se alejaban del lugar con paso apresurado. En el suelo, junto a él, solo quedaba una bolsa blanca vacía y un billete de un dólar falso, como una cruel burla al valor del trabajo que acababan de arrebatarle.

Le habían robado 18,000 lempiras:
Sin cartera, sin teléfono y sin un centavo, Jildo vagó desorientado durante varios minutos. Caminó con los ojos vacíos y el corazón pesado, tratando de recordar los rostros de los hombres, el momento exacto del toque, el olor del parque. “No sé si me drogaron o me hicieron algo raro”, dijo. “Solo recuerdo el frío por la espalda y luego… nada”.
Denunció el hecho ante la policía nacional, pero, como en tantos otros casos, la respuesta fue un simple asentimiento y un informe que probablemente duerma en un archivo más.
El caso de Jildo es uno entre muchos que se repiten cada semana en las ciudades hondureñas: jóvenes del campo que llegan a los centros urbanos para vender productos, comprar materiales o hacer trámites, y terminan siendo presa fácil de delincuentes urbanos organizados que usan el engaño como su principal arma.
Hoy, Jildo ha vuelto a Jaguaca. No con los materiales, sino con el peso invisible de la pérdida. “Me duele más por mi mamá”, dice, mirando al suelo. En su mano, aún guarda el billete falso que le dejaron los ladrones: una ironía cruel, un recordatorio del día en que confió en la palabra equivocada.

