Lo recuerdo clarito, como si fuera ayer: era 23 de agosto de 2023, un sol rajante caía sobre Olanchito, y en la Casa de la Cultura no cabía un alma más. Yo, curioso y medio incrédulo, me metí entre la gente para ver qué era ese relajo del que todo el mundo hablaba: que si iban a aprobar una tasa ambiental, que si era para proteger el agua, que si el alcalde estaba loco por meterse en semejante lío.

Desde mi esquina, lo vi entrar. Juan Carlos Molina traía ese rostro serio, pero con una mirada que hablaba por sí sola. Una mezcla de cansancio, convicción y esa chispa que tienen los que saben que están a punto de hacer algo grande, aunque medio pueblo todavía no lo entienda.
Me acuerdo que alguien a mi lado dijo en voz baja:
“Este man se la está rifando, pero si le sale, nos cambia la historia.”
Y vaya que le salió.
Ese día se aprobó la famosa tasa ambiental, la que muchos criticaron, otros no entendieron y unos pocos defendieron. Yo no lo voy a negar, hasta yo tuve mis dudas. Pero hoy, dos años después, cuando subo al Cerro Pacura y veo cómo corre el agua cristalina, cuando noto que ya no se oyen noticias de incendios ni de ríos secos, entiendo que aquella mirada del alcalde era la de un hombre que veía diez años más adelante.
En ese momento nadie lo imaginaba, pero esa decisión marcó un antes y un después para Olanchito. El proyecto de protección de microcuencas parecía un sueño imposible: reforestar, cerrar pasos de ganado, detener la tala, prohibir las quemas, convencer a los mismos vecinos que vivían de esas tierras.
“Eso no va a durar ni seis meses”, decían algunos.
“¿Y con qué dinero?”, preguntaban otros.
Pero el alcalde, terco como buen olanchito, siguió adelante. Y hoy la microcuenca Uchapa–Pimienta está saneada en un 50%, libre de ganadería, siembra y deforestación.
Medio municipio pensó que era un cuento, hasta que empezamos a ver los resultados: el agua volvió a las quebradas, los incendios dejaron de ser noticia y la esperanza empezó a brotar entre los pinos.
Yo me acuerdo de ese silencio incómodo, cuando todos esperaban el resultado de la votación. Algunos regidores miraban al techo, otros revisaban sus teléfonos, y en medio de todo eso, el alcalde solo veía al frente, con la mirada fija, como quien sabe que en esa hoja de papel se juega su legado.

Cuando levantaron las manos y la tasa fue aprobada, él no celebró. Solo cerró los ojos un segundo, respiró hondo y bajó la cabeza.
A mí me dio la impresión de que en ese momento no pensaba en política, sino en el agua que beben nuestros hijos.
Hoy, dos años después, lo entiendo mejor. Aquella decisión no fue populismo, fue visión.
Si en dos años ya se ven los resultados, imaginen lo que será en diez. Microcuencas sanas, bosques restaurados, ríos vivos, comunidades abastecidas, y una ciudad que no le teme a la sequía ni al humo.
Lo que empezó como una apuesta política terminó siendo una lección ambiental. Y lo que muchos llamaron “locura” hoy es orgullo comejamo.
Yo estuve ahí, el día que todo comenzó. Y cuando vea correr el agua dentro de una década, volveré a recordar ese rostro, esa mirada y ese momento en que Olanchito decidió cuidar su futuro.
Porque sí, el alcalde sabía lo que hacía… y lo logró.

