Vino de coyol: el alma del verano olanchano

Cultura

En las tierras de Olancho, cuando el sol de verano calienta hasta el alma y el polvo de los caminos se levanta con cada paso, los recuerdos huelen a tierra mojada, a leña encendida y a una bebida ancestral que ha sobrevivido al paso del tiempo: el vino de coyol.

Más que una tradición, es un legado que se derrama con cada gota dulce y blanca, con cada guacal compartido bajo la sombra de los árboles, mientras el campo descansa y las historias fluyen como el vino mismo.

El vino de coyol no necesita etiquetas ni procesos industriales. Su preparación es sencilla, pero sagrada. Los olanchanos saben cuándo un árbol de coyol está listo: entre los 10 y 15 años de edad, aunque si tiene más, mejor aún.

Con machete en mano y sabiduría heredada, el campesino elige la palmera adecuada, la derriba con respeto y la coloca horizontalmente en el suelo. En el inicio del follaje se talla un pequeño hueco, y es de ese hueco, como si el árbol llorara vida, que comienza a brotar la savia blanca y espesa, dulce como la memoria de un verano antiguo.

Los primeros en llegar a probarla lo hacen con una pajilla de bambú, conocida como carrizo, justo ahí, en el monte. Otros, más precavidos, recolectan la savia en botellas plásticas y la llevan a casa, donde la fermentación natural transforma el néctar en vino en un lapso de 24 a 48 horas, dependiendo del calor.

Mientras más tiempo pasa, más fuerza gana la bebida, tornándose ligeramente espumosa y con un sabor que oscila entre lo dulce y lo embriagante, como la vida misma.

Cada tronco de coyol puede rendir hasta 60 o 70 botellas, convirtiéndolo no solo en una bebida tradicional, sino en un recurso económico accesible. A un precio que ronda los 70 a 80 lempiras por botella, el vino de coyol sigue siendo parte del menú popular durante Semana Santa y otras festividades locales, cuando la gente se reúne a contar historias, a cantar con guitarra en mano y a brindar por lo que fue y por lo que sigue siendo.

Lo que hace especial al vino de coyol no es solo su sabor, sino la experiencia que lo rodea: los viajes al campo al amanecer, los rostros curtidos de los hombres que cuidan la tradición, las botellas colgadas bajo los aleros, las risas que salen con cada sorbo y las conversaciones que nunca se agotan. Es una bebida que se toma despacio, como se toman los momentos buenos en la vida.

Así es el vino de coyol: una tradición viva, embotellada en recuerdos, fermentada con sol, paciencia y amor por la tierra. Un sorbo de Olancho que se queda en el paladar, pero sobre todo, en el corazón.