El pueblo habló en las urnas y decidió devolverle al Partido Nacional la responsabilidad de gobernar. Pero ese mandato no debe interpretarse como un cheque firmado y en blanco, sino como una oportunidad condicionada. El mismo electorado que castigó a Libre también dejó claro que su respaldo es temporal, vigilante y reversible.

La alternancia no fue un acto de fe ciega, sino un acto de advertencia. El mensaje fue simple: se castiga cuando se falla y se concede otra oportunidad cuando se promete corregir el rumbo. Pero gobernar con los mismos vicios del pasado —las mismas prácticas, los mismos nombres y las mismas tentaciones— sería leer mal ese mensaje.
En los municipios ya se escuchan rumores que inquietan: repartición de puestos, nombramientos por compromiso político y no por capacidad, personas que no llegan a servir sino a servirse. Es ahí donde los proyectos políticos suelen extraviarse.
El error histórico de muchos liderazgos ha sido confundir el triunfo electoral con el derecho a repartir el Estado como botín, como si los cargos públicos fueran herencias familiares o premios personales.
Gobernar con gente equivocada no es un problema menor: es el inicio del desgaste.
Personas sin escrúpulos, acostumbradas al desorden y a la opacidad, no solo erosionan la credibilidad del gobierno, sino que aceleran su caída. La ciudadanía ya no es ingenua ni paciente; observa, compara y recuerda. Y castiga.
El calendario también habla. Noviembre de 2029 no es una fecha lejana para un pueblo que ya aprendió a usar el voto como mecanismo de corrección. Si el nuevo gobierno repite errores, protege a los de siempre o cierra los ojos ante la corrupción, el veredicto será el mismo que hoy pesa sobre quienes fueron desplazados del poder.
El poder no inmuniza. El respaldo popular no absuelve. Y la historia reciente demuestra que el mismo pueblo que elige también sabe desechar. Podrán venir discursos, excusas o lamentos, pero si no se gobierna bien, si no se honra el mandato con transparencia y resultados, el juicio ciudadano será implacable.

El nacionalismo tiene hoy la oportunidad de demostrar que aprendió de sus errores y que entendió el mensaje de las urnas. Gobernar no es volver a lo de antes ni proteger a los de siempre; es corregir, depurar y dignificar el servicio público. Si el Partido Nacional decide rodearse de gente capaz, honesta y con vocación de servicio, puede consolidar un proyecto serio y duradero.
Si, por el contrario, confunde el poder con reparto y el mandato con impunidad, el castigo llegará sin sorpresa ni excusas. El pueblo ya no concede segundas oportunidades eternas. Esta es, quizá, la última llamada para demostrar que el nacionalismo puede gobernar con responsabilidad.
Esta vez, el reloj corre desde el primer día. Y el pueblo —más atento que nunca— ya está mirando.

