Así era Olanchito en 1943 por Juan Ramón Martínez

Cultura

La llamada “ciudad cívica”, debió tener para entonces unos 3,200 habitantes en el casco de la ciudad; y unos 9,000 en todo el municipio, incluyendo por supuesto, a los trabajadores bananeros que, para ese entonces -venidos de Olancho, el occidente y el sur de Honduras, de El Salvador y Guatemala- se habían establecido en ambas márgenes del río Aguán. El jefe del Distrito Local (alcalde de nombramiento por el Poder Ejecutivo) era Francisco G. Ramírez, profesor de educación primaria; y propietario de una pulpería bien surtida, ubicada en la Calle El Telégrafo, en donde según el anuncio publicado en “Alerta”, “el consumidor encontrará abarrotes frescos, y otros artículos a precios sin competencia”. Alfonso (Foncho) Urcina, que durante varios años trabajara con la Trujillo en el cuidado de las mulas usadas para el transporte de bananos, había regresado a Olanchito en donde, con un camión marca Ford que había adquirido con sus ahorros, ofrecía servicios de transporte de mercaderías y semovientes en la ciudad. Y entre esta y las aldeas del municipio donde, los descuidados caminos reales lo permitían.

Además, operaban en la ciudad otros negocios, entre ellos “El Cairo”, de Sabas Mahomar y hermano, el que sostenía ser “uno de los establecimientos más acreditados de la localidad por sus buenos artículos y precios económicos”. “La Muñeca” de Carlos E. Hoch, “establecimiento fundado en 1935 y que además de ser el más surtido de la plaza”, tenía la representación de los productos de la Compañía Industrial Ceibeña, por lo que vendía hielo, Coca Cola, cerveza, etc.; y “Brisas de Olanchito”, de Virgilio Arévalo y señora, que ponía a disposición del público su tienda y cantina “en la que encontrará artículos finos y licores exquisitos a bajos precios”. Este negocio estaba ubicado en la calle “La Estación”, calle del comercio o también conocida como la “de los turcos”.

Para las personas que querían ser elegantes en el vestir, bajo el entendido que ello era sinónimo de cultura, se recomendaba a los caballeros confeccionar sus trajes en el taller del experto cortador Rafael Sosa Andino, situado en la calle La Palma. Y si de cortarse el pelo se trataba, los clientes podían concurrir a donde José Martínez Caballero que, además de servicio de su “Barbería La Juventud”, ofrecía también una montada sastrería, tenía una carpintería que ponía a la orden de los interesados; y una marimba para amenizar fiestas en la ciudad y en sus cercanías. Pero si no creía en los estilos de corte de Chepe Martínez, el cliente podía buscar una alternativa con Fausto Padilla G. que, en su Barbería Americana, estaba en disposición de ofrecer “cortes elegantes y modernos al estilo que deseen”. Su taller estaba ubicado en la Calle El Paraíso, frente a don Salvador Mahomar. Pero si aún este último no satisfacía sus gustos, podía buscar donde el otro barbero de la ciudad: Héctor Martínez, que tenía bien montado taller, para atender los clientes más exigentes. Los viajantes que por diversas razones llegaban a la ciudad, tenían la alternativa de quedarse en el “Hotel Yacamán” que contaba con cuartos higiénicos, comida nutritiva, “ofreciendo al viajero la ventaja de estar cerca de La Estación y en el lugar comercial de la población. Y lo mejor, que estaba atendido personalmente por sus propietarios, la familia Yacamán”.

Eran aquellos los tiempos de la popularización de las armas de fuego. Por lo que, cuando estas experimentaban alguna falla o desgaste, era necesario acudir a alguien con experiencia y capacidad para solventar el problema. Para entonces, Nicolás Jananía, ofrecía al público operario y expertos en el oficio garantizando que, a cambio de eficiencia, pese a todo, exigía precios módicos. Funcionaba la Farmacia Honduras, la que había montado don Mauricio Ramírez, que, además era diputado por el departamento de Yoro en el Congreso Nacional y representante ante las autoridades locales de la Standard Fruit Company, empresa dueña de los cultivos bananeros de la zona. La competencia de la farmacia de Mauricio Ramírez la hacía la “Farmacia La Nueva”, propiedad del doctor Carlos Chavarría. Esta farmacia estaba ubicada en la misma calle que la Farmacia Honduras.

Además, se anunciaba en Alerta, periódico que dirigía Ramón Amaya Amador, –entonces de 27 años de edad– las tiendas siguientes: “La Flor de Olanchito”, “establecimiento comercial de Salvador A. Bendeck, que contaba con su surtido variado en: casimires, driles, linos, camisas finas y de trabajo; telas para damas y damitas, calzado; y muchos artículos más, a los precios más bajos de la plaza”. De igual manera, se ofrecía a “quienes querían hacer sus compras en economía, que lo hicieran donde Nicolás Marzuca, que le proporciona en su establecimiento comercial, artículos sin competencia en la plaza”. Estaba ubicado en la calle de El Telégrafo. Otros proveedores como Simeón Elencoff, ubicado en la calle de La Estación, ofrecía servicios de Panadería y Repostería. Igual cosa hacía Francisco “Paco” Santos en su tienda “El Sol”, ubicada en el Barrio Arriba; Francisco Murillo Soto en su “Bazar Pedro Nufio”, ponía a disposición de sus clientes, víveres y útiles escolares. “La Taca” (Transportes Aéreos Centroamericanos) ofrecía viajes a La Ceiba, los días lunes y miércoles, por 7.00 lempiras. Mina Mahomar, anunciaba en “Alerta” que, no había que temer a la guerra (II Guerra Mundial): “Por muchos años que dure el conflicto. Usted no sufrirá por escasez de artículos indispensables para la vida civilizada, porque su establecimiento comercial, tiene una gran existencia de mercaderías a precios módicos: tales como géneros de toda clase y para todos los gustos, loza galvanizada, artículos de tocador, etc. etc.”. También tenían tienda comercial don Emilio Chaín (La Mia) y su primo, José Chaín (La Victoria), aunque no anunciaban en “Alerta”. Posiblemente lo hacían en “La Voz de Olanchito”, dirigido por Mario Soto Ramírez y del que no conocemos un ejemplar siquiera.

En efecto, en la ciudad de Olanchito circulaba, además de “Alerta”, que dirigía Amaya Amador con la colaboración de Dionisio Romero Narváez y Pablo Magín Romero que aparecía como administrador del semanario; y que circulaba los miércoles y, los sábados “La Voz de Olanchito”. El primero de los semanarios, propugnaba por los cambios y las transformaciones. En tanto que “La Voz de Olanchito”, vinculado al gobierno, defendía el statu quo y los valores de la dictadura. La vida cultural de la ciudad era animada por las veladas culturales que montaba doña Isabel Amaya y por la difusión de libros que hacía don Francisco Meléndez B. por medio de su “Librería y Publicaciones José Cecilio del Valle”.

Entre los profesionales liberales que ofertaban servicios, destacaban Andrés Alvarado Puerto, abogado y notario que se “encargaba de toda clase de asuntos civiles y criminales”; Rosendo Rivera, Perito Mercantil y Contador Público; Catalina Posas, que estaba a las “órdenes de los padres de familia de la ciudad para dar clases de taquimecanografía a domicilio; o bien en su casa de habitación” y Sixto Quesada Soto, cirujano dentista, que “ofrecía toda clase de trabajos de su profesión, procedimientos modernos y a precios equitativos”. Estaba situada su clínica en el costado sur de la Iglesia católica dedicada al Patrón San Jorge y a la Virgen de Concepción. Alvarado Puerto, ganadero como Quesada Soto, había introducido para entonces, una importante innovación. Los que querían leche de vaca, no tenían más que pedirla. Lo único que debían hacer los interesados, era suscribirse y “tendrán todos los días por la mañana la mejor leche en su casa llevada en envases higiénicos. Diríjase a Ricardo Vallecillo quien es el encargado en esta ciudad. Los pagos se hacen a fin de mes”.

En el Gardel, cine creado inicialmente por una sociedad entra Felipe L. Ponce y Lino E. Santos, ofrecía diariamente películas al gusto de los numerosos clientes que le visitaban cada noche. Este fue el segundo cine que operó en la ciudad. El primero, dentro de la técnica de imagen sin sonido, fue uno que montó durante algún tiempo, don Mauricio Ramírez, que funcionaba en el local en donde ahora está el edificio del Club Rotario de Olanchito.

Anexo al cine, funcionaba “La Cantina Gardel”, “la única en su clase” atendida por el joven Domingo Urbina. La luz eléctrica, generada por una planta establecida en las cercanías de “La Estación”, era servida entre las seis de la tarde y las diez de la noche. Después, el sueño y las tinieblas. Posteriormente, una vez que se disolviera la sociedad entre Ponce y Santos, este último abrió “El Salón y Cine Lux”, establecido en el costado oeste del Cine Gardel.

Este año, en abril, había abierto sus puertas “El Instituto Francisco J. Mejía”, en donde estudiaba la primera generación de sus egresados que, una vez integrada a la vida social, cambiaría a Olanchito y empezaría prefigurar la personalidad y el carácter de lo que hasta aún ahora, se considera la ciudad más culta de la costa norte de Honduras. Eran alumnos del Instituto, entre otros, Carlos Urcina Ramos, Rely Yolanda Santos, Camilo J. Nasser, Francisco Fúnez, Ángel MontieI, Senén Villanueva, Hilda Fúnez, Juventina Quesada, Nina Bennet, Benigno Gonzáles, Minda aRomero Narváez, Mercedes Posas, Joaquín Reyes Figueroa, Vidalina Caballero, Salomón Sosa, Antonio Herrera, Dorila Agurcia, Aurora Durán, María Elisa Cálix, Wilfredo Chavarría, Amalia Galo, Jacinto Zelaya Lozano, Lucas Zelaya Lozano, Arnulfo Martínez, Humberto Meléndez, Lily Pagoaga, Edmundo Puerto, Salatiel Quesada, Eda Ramírez, Yolanda Ramírez, Carlos Saybe y Alba Luz Soto. El director del Instituto Francisco J. Mejía era Francisco Murillo Soto. Ramón Durán Hernández, secretario; e inspectores: Max Batres Sorto y Alicia Ramos de Orellana.

Ese mismo año de 1943, se produjo el primer incendio que se registró hasta entonces, en la historia de la ciudad. En esa oportunidad se quemaron tres casas propiedad de doña Feliciana vda. de Sosa, sin que se hayan lamentado pérdidas humanas, tan solo algunos bienes materiales, en vista que las siniestradas viviendas estaban entonces desocupadas.

A Pablo Magín Romero, tipógrafo originario de Cedros que trabajaba para la imprenta “El Radio”, propiedad de Tomasita vda. de Paguada, y que semanalmente levantaba e imprimía el seminario “Alerta” ya mencionado, anticipaba, en un lúcido análisis internacional, que estando cerca el fin de la guerra mundial, era necesario prepararse para aumentar la producción agropecuaria, en vista que la demandada alimentos aumentaría en forma singular. Como es natural, los productores de la zona leyeron el artículo de Pablo Magín Romero, como quien ve llover en el trópico: con indiferencia. Amaya– Amador y Dionisio Romero Narváez, mientras tanto, enfocaban los problemas de la municipalidad, se interesaban por los impuestos locales, por las obras públicas, especialmente la construcción del parque municipal; y por lo que ocurría en los alrededores del país y fuera del mismo. Por ello, en noviembre de este año de 1943, cuando muere en Costa Rica Froylán Turcios, escriben sentidos artículos sobre el significado de la pérdida. Igual cosa hace don Rodrigo Núñez, que algunos años después introduciría la crianza de abejas para extraer miel, en un interesante artículo en donde muestra suficiente conocimiento sobre la obra literaria del poeta olanchano y lo más interesante, llama la atención a sus lectores sobre el hecho que, igual que Morazán había muerto en San José de Costa Rica, de la misma manera lo hacía el director de Ariel. En otras palabras, insinuaba que los buenos, siempre morían fuera de su Patria.

Eran los tiempos silenciosos de la obligada tranquilidad de la dictadura del general Tiburcio Carías Andino, que, aunque postergaba los problemas sociales, -que en un momento incluso llegó a negar que existieran siquiera en Honduras- Amaya– Amador intuía, desde entonces, que en los campos bananeros establecidos en el valle del Aguán por la Standard Fruit Company, se estaba formando una masa proletaria llamada a encender la hoguera revolucionaria del futuro.

En privado -y durante muchas noches especialmente- trabajaba Ramón–Amaya Amador, hijo de Isabel Amaya y el sacerdote católico Guillermo R. Amaya, expárroco de la ciudad y que había muerto en Morolica en octubre de 1925, en la redacción de su novela “Prisión Verde” que, dos años después, publicaría en “Alerta”, por entregas semanales, para gusto y satisfacción de sus lectores de Olanchito, de los campos bananeros y de distintas ciudades del país, a donde llegaba vía canje su bello semanario “Alerta”. Tegucigalpa, 7 de agosto del 2006.