Por Juan Ramón Martínez
En la década de los 50 conocí de sus operaciones comerciales. Aprovechando una ley que pretendía favorecer la cooperación como fórmula económica para enfrentar la pobreza, Rafael Ramos Rivera, montó un sistema de ventas en forma de club, que no se ha repetido jamás, por nadie, en toda la historia de la ciudad.
La ley llevaba el mismo nombre. Fue la primera operación ordenada para comprar vía crédito; y por medio del pago de cuotas semanales, vía del sorteo, para adquirir en “fáciles” condiciones, artículos para el hogar. Venta de intangibles, como diría mucho tiempo después mi hermano Dagoberto, al referirse a la actividad que Eduardo Barh, había ejecutado en su juventud en El Salvador. Confirmando que la ley hondureña era una aplicación similar a la que había funcionado igualmente en la república vecina.
Eduardo Barh dejó la actividad de vendedor por razones nunca explicadas, mientras que, para Rafael Ramos, fue una estación en virtud de la cual, cumplió una fase en su exitosa vida empresarial. Porque sin lugar a dudas, Rafael fue en la historia de la costa norte, la prueba que no solo los extranjeros –muy exitosos en sus actividades comerciales– también los hondureños, podían nacer lo que ellos: instalar comercios y operarlos en forma sostenida.
Rafael Ramos fue un natural inversionista que creó el primer supermercado de la ciudad, ofreciendo un servicio constante, sin interrupción y en donde la oferta contenía artículos alimentarios, artefactos del hogar e incluso medicinas populares y telas. También operó un aserradero. Después incursionó en servicios de hotelería y como era natural en su espíritu inquieto, en la ganadería, para honrar la memoria de sus padres, luchadores y ejemplares en la aldea de Medina. Actividades que han heredado y desarrollado exitosamente sus hijos y nietos. Y sin renunciar a lo que es enfermedad endémica nacional: la política, en la que logró ser alcalde de Olanchito con mucho éxito y realizaciones. Todo ello sin haber cursado estudios secundarios siquiera. Fue un feliz autodidacta.
En 1967 viajó a Estados Unidos, en una muestra de líderes regionales, en que era el único alcalde centroamericano invitado. El resto éramos jóvenes políticos de diversos partidos que las embajadas de Centroamérica creían que teníamos futuro en el servicio público. De ese grupo, salieron dirigentes de El Salvador, un presidente de la república de Guatemala, varios diputados de Nicaragua, ministros hondureños y ejemplares administradores públicos de Costa Rica y Panamá. Rafael, como alcalde invitado, era el más cercano y conversador, bromista y amable. Durante la conferencia fue la figura más popular que, como un juguete de sus encantos, encontró en la fotografía instantánea una manera de ser, simpático y amigable con todos.
Por su vocación de servicio, fue un rotario ejemplar. No solo participó en la creación del Club de Olanchito, sino que, además, motivó a su familia, de modo que, de los más distinguidos y esforzadores servidores de la organización filantrópica, fueron sus hijos o amigos que el estimuló para que se integraran.
Muy amigo de Elvin Santos que contaba que Rafael fue el que lo llevaba a la primaria para diferenciar sus edades– de Juan Fernando Ávila y mío, siempre tuvo la broma a mano, para confirmar que él, además de intelectual –porque hablaba muy bien y leía bastante– era uno de los pocos que había hecho dinero, convirtiéndose en un triunfador. Nosotros, aceptábamos que los dos, con Elvin, lo eran; pero menos intelectuales que nosotros. Y así danzaba la broma divisoria que manejaba con singular alegría. Ha fallecido longevo, en Olanchito, rodeado de amigos y admiradores, entre ellos yo, que le aprecié singularmente.