En los últimos años, Olanchito ha sido testigo de un fenómeno cada vez más evidente: empresarios que, tras amasar considerables fortunas con sus negocios privados, buscan dar el salto a la administración pública.
Este movimiento, aunque legítimo en una democracia, plantea una reflexión profunda sobre las diferencias esenciales entre gestionar una empresa y dirigir los destinos de una ciudad o un país.
La administración de un negocio privado opera bajo un principio fundamental: maximizar beneficios para el propietario o accionistas. Las decisiones se toman con rapidez y en función de resultados inmediatos, priorizando la rentabilidad y eficiencia. La responsabilidad es hacia los clientes y el balance final es lo que dicta el éxito. En este ámbito, las reglas son claras: quien invierte y arriesga espera una recompensa tangible.
Por otro lado, la administración pública tiene un propósito diametralmente opuesto. Su objetivo no es generar ganancias, sino garantizar el bienestar colectivo. Aquí, los recursos provienen de los impuestos de los ciudadanos y su distribución debe obedecer a principios de equidad, justicia social y desarrollo sostenible. Las decisiones están sujetas a múltiples controles, debates legislativos y una rendición de cuentas constante ante la población y los órganos contralores del Estado.
Los empresarios que han triunfado en el ámbito privado suelen destacar por su capacidad de liderazgo, visión estratégica y habilidad para resolver problemas. Sin embargo, cuando estos mismos empresarios aspiran a posiciones de poder político, es necesario cuestionar si están dispuestos a adaptarse al carácter inclusivo y complejo de la gestión pública.
No se trata solo de manejar números, sino de entender que cada decisión afecta a miles de personas con necesidades, sueños y derechos.
En Olanchito, algunos aspirantes al poder han mostrado una desconexión preocupante entre sus logros empresariales y su comprensión de las dinámicas públicas.
Dirigir una ciudad no es lo mismo que administrar un negocio. No se puede aplicar la misma lógica de “inversión y ganancia” a un presupuesto municipal destinado a educación, salud, infraestructura o asistencia social.
La política exige un compromiso ético y una visión a largo plazo que trascienda los intereses personales. Un político no puede tratar a los ciudadanos como clientes, sino como protagonistas de su propio desarrollo.
Tampoco puede manejar el erario público como si fuera una cuenta bancaria privada.
El desafío para Olanchito es discernir entre quienes buscan en la política una extensión de sus intereses comerciales y quienes realmente tienen la vocación y la preparación para servir a la comunidad.
La administración pública no debe convertirse en un terreno de aprendizaje para quienes desconocen su esencia. En su lugar, debe ser liderada por personas que entiendan que su responsabilidad es hacia todos, especialmente hacia los más vulnerables.
En esta coyuntura, el electorado tiene la oportunidad de exigir más que discursos. Es el momento de evaluar propuestas, examinar trayectorias tanto personales como empresariales y, sobre todo, elegir líderes que reconozcan que el poder público no es una herramienta para acumular riqueza, sino para distribuir oportunidades y garantizar un futuro digno para todos.