Trujillo Colón – Era una tarde de verano, el reloj marcaba las cinco en punto, cuando la Bahía de Trujillo se convirtió en un lienzo viviente de colores y emociones. El cielo, con tonos rojos y grises, se extendía como un manto sobre el Caribe, creando una sinfonía visual que pocos afortunados tuvieron el placer de presenciar.
Las nubes, densas y pesadas, apenas dejaban entrever el sol, escondido detrás de ellas, pero su luz se filtraba con una intensidad casi mística, bañando todo a su alrededor con un resplandor dorado y melancólico.
Los bañistas, dispersos en el agua tranquila, parecían meras siluetas, figuras efímeras en una escena que parecía sacada de un sueño. Se movían lentamente, en armonía con el vaivén del mar, sus risas y murmullos apenas audibles sobre el suave romper de las olas.
La inmensidad de la Bahía, combinada con la quietud del momento, ofrecía un refugio de paz y contemplación. A lo lejos el muelle de Castilla se desdibujaba en la penumbra, como guardian silencioso de este paraíso terrenal. Los que allí estaban sabían que vivían un instante único, un recuerdo que llevarían consigo para siempre.
La Bahía de Trujillo, con su cielo teñido de rojo y gris, nos recordó la belleza efímera de la naturaleza y la magia de los momentos vividos bajo el sol del Caribe Hondureño, incluso cuando este se oculta tras las nubes.